En los últimos meses hemos vivido una montaña rusa emocional.
Primero el confinamiento arrancó de raíz prácticamente todas nuestras rutinas y
más tarde los rebrotes nos han sumido en una “nueva normalidad” marcada por el
desasosiego, la incertidumbre y el distanciamiento social a la que no
terminamos de acostumbrarnos del todo.
Esta crisis sin precedente no solo nos ha obligado a
enfrentarnos a situaciones impensables que han hecho trizas nuestros hábitos,
sino que también nos está obligando a repensar lo que consideramos “normal”.
Sumidos en ese delicado proceso de recalibración y perdiendo los puntos
cardinales que hasta ahora nos habían guiado, debemos tener mucho cuidado con
los comportamientos, formas de pensar y actitudes que normalizamos.
De lo ideal a lo frecuente: ¿cómo construimos
la normalidad?
Generalmente somos bastante reacios a aceptar cambios en
nuestras rutinas. La resistencia al cambio nos empuja a
mantenernos en nuestra zona de confort. Sin embargo, esa tendencia
dependerá en gran medida de cómo nuestro cerebro normaliza los comportamientos
y las circunstancias que vivimos.
Si consideramos que algo es “normal”, aunque implique un cambio,
estaremos más dispuestos a aceptarlo como parte de nuestra vida. El “problema”
es que el concepto de normalidad puede variar extraordinariamente, sobre todo
en circunstancias extremas o marcadas por una gran incertidumbre.
Lo normal es lo frecuente, lo que hacen, piensan y sienten la
mayoría de las personas que nos rodean. Al inicio de la pandemia, ver a
personas con mascarillas era raro. Ahora se ha convertido en algo más habitual
y lo anormal es ver a alguien sin ellas. Cuando un fenómeno se extiende,
terminamos asumiéndolo como algo normal.
De hecho, todos tenemos una especie de “radar” que nos permite
detectar lo normal. Ese radar nos ayuda a evitar los comportamientos anormales,
de manera que podamos encajar mejor en la sociedad y evitemos ser rechazados o
marginados. También nos ayuda a sentirnos mejor con las decisiones que tomamos
ya que en muchos casos la normalidad funge como una justificación tras la cual
podemos escudarnos.
Sin embargo, un estudio desarrollado en la Universidad de Yale
reveló que lo normal no es solo lo frecuente. Nuestro concepto de normalidad no
es una mera estadística. Estos psicólogos concluyeron que “las representaciones de las personas
sobre lo que es normal están influenciadas tanto por lo que creen que es
descriptivamente promedio como por lo que piensan que es prescriptivamente
ideal”.
Eso significa que lo “normal” es una combinación de nociones
estadísticas y morales, va más allá de lo común para incluir lo que
consideramos ideal. Por tanto, la normalidad implica dos formas de razonamiento
diferentes: por un lado, constatamos cómo están las cosas a nuestro alrededor
y, por otro, pensamos en cómo deberían ser.
Es precisamente ese componente moral que se proyecta al futuro
lo que a veces nos impide aceptar determinada “normalidad”. Sin embargo, ese
componente no es a prueba de bombas, sino que suele ser mucho más frágil de lo
que suponemos y se desancla con relativa facilidad en tiempos inciertos
acercándonos peligrosamente a las rendijas de la corteza de la civilización,
por las que podemos precipitarnos si damos algún paso en falso, parafraseando a
Zygmunt Bauman.
Sumidos en un estado de normalización
constante
A nivel individual y cultural desarrollamos una serie de puntos
de referencia, una especie de “marcadores mentales” que utilizamos para evaluar
la normalidad en nuestra vida. Esos puntos, sin embargo, se van moviendo
según lo que observemos a nuestro alrededor, en nuestras comunidades.
En medio de esta pandemia, muchos de nuestros puntos de
referencia se han desanclado al unísono. Los rituales y hábitos que nos
ayudaban a establecer emocional y mentalmente esos puntos de referencia han
cambiado, de manera que muchas de las viejas costumbres han dejado de ser
válidas para afrontar esta “nueva normalidad”.
De cierta forma, todos hemos sido empujados a un mundo nuevo,
extraño y casi surrealista que hace tan solo un año ni siquiera hubiéramos
imaginado. Eso puede descolocar a muchas personas, desafianzando sus puntos de
referencia tradicionales. De hecho, nuestra realidad está cambiando a diario
moviéndose al ritmo que marca la curva de contagios, de manera que estamos
sumidos en un estado constante de normalización.
Por desgracia, todas las personas no cuentan con las
herramientas necesarias para lidiar asertivamente con la imprevisibilidad que
ha llegado a nuestras vidas y que ha generado un auténtico tsunami
psicológico. Eso significa que la “nueva normalidad” que estamos
construyendo ahora mismo podría ser la “nueva anormalidad” de cómo nos
afligimos, nos alejamos o nos volvemos más intolerantes.
Los comportamientos exaltados, extremistas e intransigentes que
en tiempos normales serían condenados, en tiempos inciertos pueden florecer,
llegando a ser cada vez más frecuentes. Cuando reina la incertidumbre muchos
buscan refugio en «verdades» que les brinden seguridad, sin importar si son
ciertas o no.
Por eso suelen aparecer derivas autoritarias, actitudes intolerantes
y prohibiciones que a menudo se acompañan de respuestas difidentes o agresivas,
un cóctel explosivo que no solo inhibe el diálogo sino también cualquier forma
de razonamiento.
Como resultado, podemos empezar a ver esos comportamientos y
actitudes como más normales. Al excusarlos y catalogarlos como menos negativos,
generan menos indignación, hasta que terminan generalizándose y convirtiéndose
en la “nueva normalidad”.
Pero la «nueva normalidad» no era esto. La nueva normalidad era
un compromiso con hacer las cosas mejor. Un mayor sentido de la
responsabilidad. En condiciones difíciles, sí, y más vulnerables, pero también
apostando por el bien común. Con más empatía. Más inteligencia. Más conciencia.
Por eso, ahora más que nunca, necesitamos comprender que
cualquier cosa que hagamos para compensar nuestras antiguas rutinas o formas de
pensamiento se convertirá en esa “nueva normalidad”, quizá una que arrastremos
durante mucho tiempo. Y debemos tener cuidado porque lo que ha entrado en
nuestra conciencia tiene el poder de normalizarse – para bien o para mal.
Fuente:
Bear, A. & Knobe, J. (2017) Normality: Part descriptive,
part prescriptive. Cognition; 167: 25-37.
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