29 abril 2020
NADIE DERECHO A PEDIRLES A LOS SANITARIOS QUE SE CONVIERTAN EN HÉROES
Psicología sin Reservas
Aplausos van
y aplausos vienen. La capa de Superman deja espacio a los asépticos equipos de
protección personal y el martillo de Thor transmuta en estetoscopio. Los
sanitarios se han convertido en los nuevos héroes de nuestra sociedad. Para
bien y para mal. Con todas las consecuencias que ello conlleva.
Las palabras
conforman nuestro mundo
Las
palabras, lo queramos o no, dan sentido a nuestro mundo. Las palabras nos
ayudan a construir la narrativa alrededor de la cual gira nuestra vida y, por
supuesto, la vida social. Las palabras nos ayudan a construir y destruir. Nos
enriquecen o nos limitan.
Esa es la
razón por la que la Policía del Pensamiento de la sociedad distópica que
imaginó George Orwell en su libro “1984”
perseguía con peculiar ahínco las palabras y vigilaba con esmero el buen uso de
la neolengua, cuya “finalidad era limitar el alcance del pensamiento y
estrechar el radio de acción de la mente”.
Su libro,
bien lo saben algunos, está lejos de ser una obra de ciencia ficción. En la antigua
URSS se llamaban “héroes del trabajo” a quienes mostraban una especial
dedicación o productividad en su trabajo. Encumbrar al nivel de héroes a
aquellas personas no tenía como objetivos aumentarles la autoestima sino
motivarlas a trabajar aún más y, con suerte, animar a otros para que siguieran
su ejemplo, porque la entrega absoluta a la sociedad era lo único importante y
prioritario. La máxima era borrar todo rastro de individualidad.
Por eso – y
por muchas otras razones – debemos tener cuidado con las palabras que
utilizamos. Porque “de la mala o inepta constitución de las palabras surge
una portentosa obstrucción de la mente”, como dijera Francis Bacon. Y por
eso aplicar la palabra héroe a los sanitarios puede convertirse en una
peligrosa espada de Damocles que pende amenazante sobre sus cabezas.
¿Por qué no
deberíamos pedir a los sanitarios que sean héroes?
En el
imaginario popular, el arquetipo del héroe se refiere a la persona que
sobresale por haber realizado hazañas extraordinarias que requieren una gran
dosis de valor. El héroe no solo demuestra un gran coraje, sino que a menudo se
sacrifica por los demás sin esperar recompensa alguna.
Sin embargo,
en una nación preparada, que tiene claras sus prioridades y protege a sus
trabajadores, los médicos no deberían verse obligados a realizar acciones
“heroicas”. No deberían verse obligados a exponerse al contagio por la falta de
equipamiento de protección. No deberían verse obligados a trabajar con bolsas
de plástico atadas a la cabeza y el cuerpo. No deberían verse obligados a hacer
guardias interminables en condiciones extremas que los hacen más propensos a
cometer errores. No deberían verse obligados, en fin, a asumir el papel de
héroes que les hemos impuesto. Y, por supuesto, no deberían morir por todo eso.
Llamarles
héroes, aunque nos parezca un reconocimiento, también encierra un lado
negativo. Esa palabra puede hundirles bajo su peso. Puede hacer que eleven el
nivel de autoexigencia hasta límites sobrehumanos. Les añade estrés. Y suma una
enorme frustración cuando no pueden salvar vidas.
Llamarles
héroes implica poner toda la responsabilidad sobre sus hombros mientras
esperamos que nos rescaten. Implica pedirles que se inmolen por nosotros. Y
todo eso agrava el daño emocional que ya están sufriendo. Por eso, en el fondo,
les hacemos un flaco favor convirtiéndolos en nuestros héroes.
De hecho, la
mayoría de los sanitarios no se consideran héroes. Más bien al contrario. Y no
se trata de un exceso de humildad, sino de sentido común. Solo quieren hacer su
trabajo con profesionalidad, sin heroicidades. Y aunque muchos aceptan de buen
grado los aplausos en los balcones, un momento que nos une como sociedad y nos
da ánimos para seguir adelante, la mayoría quiere que comprendamos que esos
aplausos son una trampa en la que hemos caído – o por la que nos hemos
deslizado de manera más o menos inconsciente.
La trampa
que se esconde tras la heroicidad
Los aplausos
y todo el discurso heroico que se ha construido a su alrededor es una trampa,
la trampa de convertir a un colectivo que está siendo víctima de una injusticia
tremenda en héroes de la sociedad. Y se trata de un truco tan viejo como el
poder: llenarnos los ojos de lágrimas para que inunden el cerebro. Aplaudir
emocionados para no pensar en por qué tenemos que aplaudir. Y así, mientras
ensalzamos su labor, les condenamos a soportar un peso adicional.
27 abril 2020
SEGÚN CARL GUSTAV JUNG EL PODER DE NUESTRO “LADO OSCURO” PARA SUPERAR LA ADVERSIDAD,
psicología /desarrollo personal
SEGÚN CARL GUSTAV JUNG EL PODER DE NUESTRO “LADO OSCURO” PARA SUPERAR LA ADVERSIDAD,
SEGÚN CARL GUSTAV JUNG EL PODER DE NUESTRO “LADO OSCURO” PARA SUPERAR LA ADVERSIDAD,
“Encuentro epidemias,
catástrofes naturales, barcos hundidos, ciudades destruidas, terribles animales
salvajes, hambruna, falta de amor en los hombres y miedo, montañas enteras de
miedo”, escribió Jung en su “Libro Rojo”.
No era para menos. El
psicoanalista estaba pasando por un periodo particularmente turbulento de su
vida. Las noticias de la inminencia de la Primera Guerra Mundial lo
conmocionaron profundamente. De hecho, llegaron en un momento particularmente
difícil de su vida, justo cuando Jung había roto su relación con Freud, que no
solo fue su mentor sino también un gran amigo.
Aquella fue, por ende, una etapa
de profunda desorientación y seguridad interior para Jung. A eso se le sumó su
trabajo en uno de los campamentos suizos donde se acogía a soldados enfermos y
heridos en la guerra. En esos campos Jung vivió de cerca la mal llamada “gripe
española” que se cernió sobre Europa.
Aquella época oscura y tumultuosa
tendría un impacto profundo en su vida. Jung, pero no dejó que cayera en saco
roto. La aprovechó para realizar un profundo trabajo de introspección del que
salió fortalecido y con la firme convicción de que podemos superar la
adversidad a través de la individuación.
Pensaba que para sanar nuestros
traumas debemos concienciar nuestras sombras y miedos, de manera que alcancemos
un “yo” más integrado y fuerte. “Cuando los conflictos más intensos se
superan, dejan una sensación de seguridad y tranquilidad que no se perturba
fácilmente”, según Jung. Ese es el premio.
Las sombras que afloran en la
adversidad
Cuando la adversidad toca a
nuestra puerta suele poner del revés nuestro mundo. Su cuota de imprevisibilidad
nos golpea aún más, haciendo que nuestro equilibrio mental se
tambalee. En un abrir y cerrar de ojos podemos quedarnos sin asideros. La
adversidad puede arrebatarnos los puntos cardinales que hasta ese momento no
solo daban un sentido a nuestra vida, sino que también nos indicaban, grosso
modo, cómo debíamos comportarnos.
En esas circunstancias todo se
nos hace muy cuesta arriba. Y en ese estado que fluctúa entre el desconcierto
por lo ocurrido y la ansiedad porque todo pase, podemos tomar decisiones de las
que después nos arrepintamos. Mostrar actitudes o comportamientos de los que
más tarde no nos sintamos particularmente orgullosos. Venirnos abajo y tocar
fondo emocionalmente. Descubrir debilidades y miedos que no conocíamos. Ver
sombras que hubiésemos preferido que se mantuvieran en la oscuridad.
De hecho, muchas veces lo que nos
impide superar por completo la adversidad no es el hecho traumático en sí, sino
lo que ha hecho aflorar de nosotros, esa parte que se llena de
arrepentimientos, culpas y recriminaciones. La parte que se pregunta qué
hubiera pasado si hubiésemos tomado otra decisión. Si hubiéramos actuado de
otra manera. Si nos hubiéramos anticipado…
Aceptar y reconocer la oscuridad
que habita en cada uno
Jung creía que tenemos una
tendencia a ocultar los rasgos que no nos gustan o que no son socialmente
aceptables. Como resultado, nos fragmentamos y desarrollamos una psique
dislocada que se convierte en terreno fértil en el que crecen problemas como la
ansiedad, la depresión y/o el trastorno de estrés postraumático.
Negar nuestras sombras no solo
nos impide reconocer y aceptar nuestra totalidad, sino que también se convierte
en una trampa recurrente. Jung pensaba que “aquellos que no aprenden nada de
los hechos desagradables de sus vidas, fuerzan a la conciencia cósmica a que
los reproduzca tantas veces como sea necesario para aprender lo que enseña el
drama de lo sucedido. Lo que niegas te somete. Lo que aceptas te transforma”.
En otras palabras, tropezamos
tantas veces con la misma piedra porque nuestros comportamientos y decisiones
nos llevan siempre hasta ella. No podemos esperar resultados diferentes si
siempre hacemos lo mismo, parafraseando a Einstein. Por tanto, hasta que no
cambiemos nos quedaremos atascados en el bucle que ha generado la adversidad.
Pero “no podemos cambiar nada,
a menos que lo aceptemos […] Es mucho mejor tomar las cosas como vienen, con
paciencia y ecuanimidad”, como advirtiera Jung. Cerrar los ojos ante la
realidad, pretendiendo que no está sucediendo, es una estrategia desadaptativa,
tan desadaptativa como negar la parte de nosotros que no nos agrada.
Por eso, la aceptación
radical de la realidad y de esa parte más oscura de cada uno es una
condición esencial para seguir avanzando, pasar página o cerrar capítulos de
nuestra vida. No se trata de una aceptación pasiva, una rendición incondicional
o un resignarse sino más bien de un tomar nota para reestructurar nuestro
mundo.
La clave para aceptar nuestras
sombras y una realidad con la que no nos sentimos cómodos consiste en
deshacerse de los juicios de valor, en dejar de pensar que la oscuridad es
negativa o mala.
Jung propone una perspectiva
diferente. Afirma que “uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino
haciendo consciente la oscuridad […] Incluso una vida feliz no es factible sin
una medida de oscuridad, y la palabra felicidad perdería su sentido si no
estuviera balanceada con la tristeza”.
De hecho, creía que las sombras
tienen un poder enorme que podemos utilizar para crecer como personas, siempre
que seamos capaces de integrarlas en nuestro «yo». Aceptar la sombra nos
permite convertirnos en personas más equilibradas y conscientes de sí mismas,
de manera que estaremos mucho mejor preparados para afrontar la adversidad.
Para ello, necesitamos comprender
que la adversidad no se convierte automáticamente en una epifanía, tan solo nos
brinda la oportunidad de crecer a través del sufrimiento. Si queremos. Las
situaciones difíciles nos permiten poner a prueba nuestras fuerzas, expandir
nuestros límites y, por supuesto, descubrir facetas personales desconocidas o
poco exploradas.
Pero “todo cambio debe empezar
en el propio individuo. Nadie puede darse el lujo de mirar a su alrededor y
esperar a que otros hagan por nosotros aquello que es responsabilidad nuestra”,
escribió Jung. Por tanto, tenemos dos opciones: nos convertirnos en víctimas de
las circunstancias o vamos más allá de la adversidad para desarrollar un
nuevo nivel de autoconocimiento.
26 abril 2020
TRAS EL COVID19, SE AVECINA UNA EPIDEMIA DE DEPRESIÓN
PSICOLOGÍA /DEPRESIÓN
TRAS EL COVID19, SE AVECINA UNA EPIDEMIA DE DEPRESIÓN
La vida que llevábamos antes quizá
no era perfecta, pero tenía un ingrediente esencial que nos aportaba seguridad:
la normalidad. Ahora ese ingrediente se ha esfumado. Hemos pasado a vivir en
una especie de limbo en el que esperamos – más o menos impacientemente – el
retorno a esa normalidad.
Sin embargo, pensar que la pandemia
de coronavirus y este interminable periodo de aislamiento que han puesto del
revés nuestro mundo no van a dejar daños psicológicos es simplemente ingenuo.
La realidad post coronavirus no se presenta precisamente de color rosa, por lo
que tendremos que prepararnos para afrontar un futuro incierto de la mejor
manera que podamos.
Fase de desilusión: La tristeza y el vacío tras el impacto del trauma
Pensar que vamos a pasar por un
trauma colectivo e individual sin pagar una factura psicológica implica retomar
el mal hábito de cerrar los ojos ante una perspectiva que no nos agrada o nos
asusta. “El hombre se dice que la plaga es irreal, que es un mal sueño que
tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño, son los
hombres los que pasan”, como advirtiera Albert Camus.
Cuando atravesamos una situación
traumática, como las catástrofes y las pandemias, todos pasamos por lo que se
conoce como “fase de desilusión”. En esta fase, la ilusión de que todo iba a
salir bien se esfuma. Las consignas optimistas dejan paso a la triste realidad.
Y los arcoíris que nos animaron se ocultan tras nubarrones negros. El optimismo
inicial que nos empujaba a resistir y luchar deja paso al desánimo y el
pesimismo.
El estrés, que nos había dado la
fuerza necesaria para soportar todo, comienza a pasarnos factura. Entramos en
una fase de apatía y anhedonia. El agotamiento físico planta bandera. Y el
mundo nos empieza a parecer cuesta arriba, muy cuesta arriba.
Gran parte de estos cambios tienen
una explicación fisiológica. Se deben a la hiperactividad del eje
hipotalámico-hipofisario-adrenal, que primero nos da la energía casi
sobrehumana que necesitamos para luchar contra la amenaza pero luego nos la
arrebata, sumiéndonos en la depresión, como reveló un estudio del King’s College de Londres.
Por supuesto, todo no depende de
nuestra fisiología. En la fase de desilusión – tanto las comunidades como los
individuos – se dan cuenta de los límites de la asistencia. Comienza a crecer
la brecha entre la necesidad de ayuda y la escasez de esta, lo cual suele
generar un doloroso sentimiento de abandono.
“El estallido de compasión”,
propio de la fase de heroicidad ante las grandes catástrofes, “y las
frenéticas demostraciones de relaciones públicas de los políticos mitigan el
efecto del trauma durante un tiempo y proporcionan un alivio temporal a las
personas atosigadas por las viejas deudas que, de pronto, se habían visto
privadas de ingresos. Pero todo eso resulta ser una tregua de muy corta vida”,
escribió Zygmunt Bauman refiriéndose a la manera en que nuestra sociedad suele
lidiar con las catástrofes.
Más tarde, cuando los grupos de
ayuda se marchen, los medios de comunicación giren los reflectores hacia otras
noticias, los políticos retomen su hábito de discutir banalidades y los bancos
comiencen a reclamar la deuda, crecerá la desesperanza y la sensación de
abandono en la población, sobre todo en los más vulnerables.
A medida que el mundo retome su
ritmo y muchas personas regresen a esa añorada normalidad, otros se quedarán
atrás. Ya sea porque han perdido el trabajo o porque están sufriendo secuelas
psicológicas. Son los olvidados del sistema. Los que se escurren por las
fisuras de la sociedad. Y esas personas se convierten en candidatos perfectos
para que se extienda otra pandemia: la depresión.
La «tormenta perfecta» que dejará el coronavirus a su paso
Hay personas que, ahora mismo,
están viendo todo bajo un prisma gris – y no les falta razón. Ante una
emergencia sanitaria que también está erosionando nuestra economía y ha
dinamitado los pilares que nos brindaban seguridad, es inevitable sentir el
pinchazo de la vulnerabilidad y la inseguridad.
Estamos atravesando una tormenta
que nos ataca desde todos los frentes. Hay quienes están trabajando bajo una
presión inaudita, exponiéndose día a día al contagio y la posibilidad de morir.
Y hay quienes han perdido el trabajo y sienten el aguijón de la inestabilidad
económica. Hay quienes han perdido a sus seres queridos, sin poder despedirse
de ellos, condenados a sufrir su duelo en solitario.
Todas esas personas están
experimentando, uno tras otro, los componentes emocionales que conducen a una
«tormenta perfecta» para la aparición de la depresión: tristeza, irritabilidad,
agotamiento y sensación de vacío.
Estar aislados en casa tampoco
ayuda. El confinamiento puede disparar la depresión, sobre todo en el caso de
las personas que están completamente solas. Se ha comprobado que la soledad
impuesta, esa que no elegimos, es un factor
de riesgo para la depresión.
De hecho, un estudio publicado
recientemente en The
Lancet reveló que los efectos
secundarios de la cuarentena más comunes son el estrés
postraumático y la depresión. Y no es tan fácil deshacerse de ellos:
sus síntomas pueden mantenerse tres años después de la experiencia.
La pérdida del sustento económico
también conduce a la depresión, como demostró un estudio publicado en la
revista Neuropsychiatrie.
La profunda inseguridad social que genera la pérdida abrupta de ingresos,
sumado a los sentimientos de desesperanza, alimenta un estado de ánimo negativo
que puede hacernos tocar fondo emocionalmente y del que no es fácil salir.
¿Qué podemos hacer para prevenir la depresión – a nivel individual y
como sociedad?
“Para impedir una catástrofe,
antes hay que creer en su posibilidad. Hay que creer que lo imposible es
posible. Que lo posible siempre acecha. Incansable, en el interior del
caparazón protector de la imposibilidad, esperando para irrumpir.
“Ningún peligro es tan siniestro
y ninguna catástrofe golpea tan fuerte como las que se consideran una
probabilidad ínfima; concebirlas como improbables o ignorarlas por completo es
la excusa con la que no se hace nada para evitarlas antes de que alcancen el
punto a partir del lo improbable se vuelve realidad y, de repente, es ya
demasiado tarde para atenuar su impacto, y aún más para conjurar su aparición.
Y sin embargo, eso es precisamente lo que estamos haciendo, o mejor dicho ‘no
haciendo’, a diario, irreflexivamente”, alertó Bauman.
Vale aclarar que ahora mismo, el
nivel de estrés, ansiedad o tristeza que experimentamos es una reacción
perfectamente normal a los acontecimientos que estamos viviendo y no se deben
confundir con un trastorno psicológico. La depresión no se produce de la noche
a la mañana. Y es precisamente eso lo que nos deja un margen de acción para
evitar que se convierta en la próxima epidemia, como parece estar ocurriendo en
China, donde el 16,6% de las personas ya reporta signos de depresión severa o
moderada, según un estudio de la Sociedad de
Psicología China.
A nivel individual, necesitamos
aprender a gestionar el estrés y asumir la soledad como una oportunidad para
estar a solas con nosotros mismos y reconectar con nuestros sentimientos. Este
es un buen momento para aprender técnicas de meditación
mindfulness y profundizar en la filosofía budista porque nos ayuda a
lidiar con los tiempos inciertos manteniendo nuestro equilibrio
mental. La filosofía y la psicología, ahora más que nunca, pueden
convertirse en tus aliadas.
Sin embargo, no podemos esperar que
el individuo combata solo contra los problemas estructurales y sistémicos que
ya son endémicos y lastran nuestra sociedad. “Nunca es agradable estar
enfermo, pero hay ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, países
en los que, de cierto modo, puede uno confiarse. Un enfermo necesita a su
alrededor blandura, necesita apoyarse en algo”, explicaba Camus.
Si una sociedad y un sistema no
aporta eso, no se preocupa por sustentar a los más vulnerables, tanto desde el
punto de vista físico como psicológico y económico, aboca a una parte de sus
ciudadanos a la depresión más profunda. Necesitamos saber que no estamos solos.
Que no nos han abandonado. Que podemos contar no solo con otras personas sino
también con una red de apoyo institucional. Eso nos reconforta, nos permitirá
recuperarnos antes y trabajar juntos para reconstruir los sueños.
Necesitamos reconocer que el plan
inicial falló. Ya hemos dejado atrás a miles de personas, esas que han perdido
lo más valioso: su vida. Ahora tenemos que asegurarnos de no dejar atrás a las
nuevas víctimas de la crisis social. Y si el sistema que tenemos no nos permite
hacerlo porque es demasiado rígido como para que entre un resquicio de
humanidad. Tendremos que cambiarlo. Sin excusas. O estaremos condenados a
repetir los mismos errores. Una y otra vez.
20 abril 2020
Pan Francés - La receta que Funciona
Los escritos de mis momentos, en su mayorAa, tienen un tono sentimental son una forma de hablar conmigo mismo cuando no hay nadie escuchA?ndome, o tambiA©n de hablar con alguien real que estA? en el recuerdo y que ha contribuido de algAsn modo a mis vivencias personales.
Pan Francés - La receta que Funciona
Los escritos de mis momentos, en su mayorAa, tienen un tono sentimental son una forma de hablar conmigo mismo cuando no hay nadie escuchA?ndome, o tambiA©n de hablar con alguien real que estA? en el recuerdo y que ha contribuido de algAsn modo a mis vivencias personales.
19 abril 2020
SEÑALES QUE INDICAN QUE NECESITAS IR URGENTEMENTE AL PSICÓLOGO
Psicología
sin Reservas
SEÑALES QUE INDICAN QUE NECESITAS IR
URGENTEMENTE AL PSICÓLOGO
Si has visto muchas películas, es
probable que te hayas formado una idea errónea sobre los problemas
psicológicos. Quizá piensas que solo atañen a la joven que comprueba 25 veces
que ha cerrado bien la puerta antes de acostarse o al soldado traumatizado que
confunde las aspas del ventilador de techo con las de un helicóptero en una
zona de combate.
Estos son casos extremos. En una
sociedad que nos obliga a trabajar cada vez más duro, los problemas que tenemos
son otros.
Las expectativas enormes que
colocan sobre nuestros hombros, la cantidad de tareas y obligaciones que
debemos enfrentar cada día, las dificultades de la vida y los conflictos
interpersonales generan un nivel de estrés y ansiedad que a veces resulta
difícil de soportar y que pueden quebrar hasta a las personas más fuertes
emocionalmente. En esos casos, lo mejor es recurrir a los servicios de
Psicología.
¿Cuándo necesitas la ayuda de un psicólogo?
1. Has sufrido un trauma o una
pérdida de la que no logras reponerte
A lo largo de la vida tenemos que
enfrentar situaciones difíciles, pero a veces no contamos con los recursos
psicológicos necesarios. Si has pasado por una situación traumática o has
sufrido una pérdida importante y no logras recuperarte, es fundamental que
pidas la ayuda de un psicólogo.
Un estudio llevado a cabo en la
Universidad de Harvard comprobó que las experiencias dolorosas se quedan
grabadas como huellas en el cerebro y se reactivan como si estuviéramos
viviendo de nuevo la situación. Para superar el trauma es necesario convertirlo
en una experiencia narrativa, lo cual se logra reprogramando el cerebro
emocional.
El periodo “normal” de duelo por una pérdida es de seis
meses, pero si te sientes muy mal, si sigues experimentando sentimientos muy
intensos y notas que no mejoras, no es necesario que esperes tanto tiempo. Un psicólogo
puede ayudarte a lidiar con esasituación dolorosa desarrollando la resiliencia.
2. Te enfermas a menudo,
sufres dolores musculares, de cabeza o tienes problemas gastrointestinales sin
una causa específica
El estrés crónico, la ansiedad,
la depresión y otros estados emocionales afectan el sistema inmunitario,
haciendo que seas más vulnerable a las infecciones y enfermes con mayor
frecuencia. Un metaanálisis realizado en la Universidad de Kentucky en el que
se incluyeron más de 300 estudios concluyó que el estrés crónico suprimía la
inmunidad celular.
En otros casos, las
preocupaciones y las emociones reprimidas pueden tener una expresión somática.
Normalmente se manifiestan a través de problemas en la piel, dificultades
gastrointestinales y molestias musculares.
Es importante que no pases por
alto estos síntomas porque podrían agravarse y convertirse en factores de
riesgo para la aparición de patologías más graves.
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3. Sientes que ya no eres el
mismo
La personalidad cambia a lo largo
del tiempo. Un estudio realizado en la Universidad de Edimburgo reveló que
somos una persona completamente diferente a los 14 y a los 77 años. Áreas como
la autoconfianza, la perseverancia, la creatividad y la voluntad de superación
sufren grandes transformaciones.
Sin embargo, si sientes que ya no
eres el mismo y los cambios han sido muy repentinos, es probable que exista
algún problema. Si ya no disfrutas como antes de las cosas que te apetecían, si
casi nada te ilusiona y ves el futuro gris, es importante que pidas ayuda porque
podrías estar sufriendo depresión.
Tampoco es buena señal que
cambies repentinamente de estado de ánimo, sintiéndote un momento eufórico y a
la hora siguiente profundamente triste y melancólico ya que puede ser síntoma
de un trastorno bipolar.
También deberías pedir ayuda si
crees que no puedes gestionar tus emociones y estas te desbordan, si te sientes
muy irritable o te enfadas con frecuencia.
4. Te preocupas demasiado sin
motivo
Cuando tenemos un problema, es
normal que nos preocupemos, pero la preocupación no debe convertirse en tu
compañera de viaje habitual. La preocupación excesiva suele generar un
desagradable estado de aprensión que se convierte en la base para trastornos
psicológicos como la ansiedad y las fobias.
Una investigación realizada en la
Case Western Reserve University reveló que preocuparse excesivamente por la
pareja, familia, amigos y compañeros de trabajo también nos lleva a asumir
estilos relacionales poco asertivos que terminan generando críticas y dañan la
relación.
Otra investigación desarrollada
en la Universidad de Sussex reveló que la diferencia entre la preocupación
normal y la patológica radica en que la primera se centra en un aspecto
concreto y puntual mientras que la preocupación patológica se extiende. En
práctica, una preocupación conduce a la otra formando una espiral
descendente.
Por eso, si tienes tendencia al
catastrofismo, si siempre esperas que ocurra lo peor y a menudo eso te hace
sentir ansioso, es mejor que acudas a un psicólogo.
5. Estás desarrollando una
dependencia
En muchos casos, la adicción es
un intento de compensar las ausencias y/o fracasos en otras esferas de la vida.
El comportamiento adictivo suele comenzar a raíz de una situación estresante,
por lo que buscamos refugio en ciertas sustancias.
Sin embargo, no existe
simplemente la adicción a las drogas, el alcohol y el tabaco, también puede
tratarse de una dependencia de la comida. De hecho, la ingesta emocional es un
problema cada vez más común que tiene graves repercusiones para la salud puesto
que normalmente implica el consumo de alimentos ricos en azúcar y grasas, que
son los más gratificantes para el cerebro.
También se puede desarrollar una
dependencia del ejercicio físico, denominada vigorexia, o incluso de tu pareja,
en cuyo caso se trata de una dependencia emocional.
En cualquier caso, la dependencia
y la adicción pueden hacer que caigas en una espiral de descontrol que puede
tener serias consecuencias para tu vida, por lo que es mejor pedir ayuda al
psicólogo cuanto antes.
¿Cuánto dura la terapia de psicología?
Desde AGSPsicólogos, donde llevan
más de 30 años abordando desde los trastornos del estado de ánimo como el
estrés, la depresión y la ansiedad, hasta las adicciones y los problemas de
pareja, indican que la mayoría de las personas se sienten más aliviadas después
de la primera visita y notan una mejoría importante entre la séptima y la
décima sesión con el psicólogo.
De hecho, los estudios sobre la
eficacia de la psicoterapia han revelado que el 42% de las personas solo
necesita entre tres y diez visitas y solo 1 de cada 9 necesitarán más de 20
sesiones. Por supuesto, los trastornos más complejos o ya instaurados pueden
demandar una intervención más larga, por eso es importante acudir antes de que
el problema siente casa definitivamente.
Desde AGS también apuntan que es
importante que el profesional trabaje para promover la autosuficiencia, de
manera que la persona no desarrolle una dependencia del psicólogo. El objetivo
final de la psicoterapia es dotarnos de las herramientas psicológicas necesarias
para que podamos afrontar los diferentes problemas de la vida sin tener que
recurrir constantemente a la terapia.
En ese sentido, un metaanálisis
realizado en la Vanderbilt University mostró que los resultados de la
psicoterapia, en comparación con los tratamientos farmacológicos, tienden a ser
más duraderos y no suelen requerir tratamientos adicionales ya que las personas
desarrollan una serie de habilidades que les permiten seguir mejorando, aunque
el tratamiento haya terminado.
Fuentes:
Graham, C. et. Al. (2016) The perseverative worry bout: A
review of cognitive, affective and motivational factors that contribute to
worry perseveration. Biological Psychology; 121: 233–243.
18 abril 2020
LA PANDEMIA PASARÁ, PERO LA INDOLENCIA Y EL EGOÍSMO SE RECORDARÁN
Psicología sin reservas
LA PANDEMIA PASARÁ, PERO LA INDOLENCIA Y EL EGOÍSMO SE RECORDARÁN
LA PANDEMIA PASARÁ, PERO LA INDOLENCIA Y EL EGOÍSMO SE RECORDARÁN
Esta imagen, sin duda, resume a la perfección las consecuencias de la
locura que estamos viviendo en estas semanas.
Es la imagen del vacío y la
soledad. Pero también de la indolencia y el egoísmo.
Tomada el 19 de marzo en el supermercado Coles de Port Melbourne, en
Australia, fue publicada por el periodista Seb Costello. En ella se
aprecia a una anciana en el pasillo de las conservas. Vacío. Por las compras de
pánico que se han desatado en estos días a raíz del coronavirus. Cuenta el
periodista que a la anciana se le escaparon las lágrimas.
Las compras de pánico, sin embargo, son tan solo la punta del
iceberg. Un iceberg tan profundo como la vida misma y tan estratificado como
nuestras clases sociales.
Esta imagen nos muestra que, aunque el coronavirus no entiende de
clases sociales, quienes gestionan la situación sí hacen diferenciaciones por
clases sociales. Diferenciaciones que antes eran «soportables» pero que
ahora se convierten en un puñetazo a la sensibilidad. Diferenciaciones que en
estos tiempos – más que nunca – pueden marcar la diferencia entre la vida y la
muerte. Literalmente. Sin eufemismos.
También es la imagen de la vulnerabilidad. De quienes se han quedado
detrás. Los últimos de la fila. Esos a los que nadie tiene en cuenta porque ya
dieron todo lo que tenían y han perdido su “valor social”. Esos que se vuelven
invisibles. Que casi tienen que pedir perdón por existir. Los que solo piden
que la sociedad se acuerde de ellos – aunque sea de vez en cuando. Y muchas
veces ni siquiera aspiran a que les ayuden, sino tan solo a que no les
compliquen más las cosas.
Esa – y otras imágenes – también pasarán a los anales de la historia.
Para recordarnos lo que la sociedad en su conjunto no quiso ver. Para darle
visibilidad, por fin, a los invisibles. Aunque quizá sea demasiado tarde para
muchos de ellos.
La denuncia sorda de quienes
se han quedado sin voz
Esa imagen también es una denuncia sorda. Es un dedo acusatorio que
obliga al sistema – y a cada uno de nosotros – a enfrentarnos con nuestra
conciencia. Es un aldabonazo que nos dice que hemos equivocado el camino.
Esa imagen es el reflejo de
una sociedad demasiado llena de sí misma. Demasiado ocupada. Demasiado enajenada. Es la imagen que daña la
imagen de las empresas y los gobiernos, porque les recuerda que, aunque no quieran
y se resistan, tienen una obligación social inalienable, como cada uno de
nosotros.
Es también la imagen de los estados que minimizan la muerte de sus
ancianos. De ayudas decretadas para los vulnerables que terminan perdiéndose en
los tortuosos caminos de la burocracia. Es la imagen de las instituciones y los
países que se han olvidado de la solidaridad y han optado por un “sálvese quien
pueda”. De quienes le dieron un doloroso portazo a Italia y a los italianos
dejándoles completamente solos, alimentando la inútil esperanza de que a ellos
no les tocaría.
Sin embargo, no hay nada como las situaciones extremas para sacar
a la luz verdades que de otra manera quedarían sepultadas tras palabras
edulcoradas y gestos vacíos. En esas situaciones sale a la luz lo que somos
y lo que valemos – como personas y como sociedad.
Esa imagen, en resumen, nos dice desde el atronador silencio de quienes
se han quedado sin voz que esta pandemia pasará, pero las consecuencias
de nuestras reacciones y decisiones perdurarán.
El miedo pasará. El peligro quedará en el pasado. Las puertas finalmente
se abrirán. Volveremos a llenar las calles. Pero nuestros comportamientos nos
acompañarán – de una forma u otra. Y podremos sentirnos orgullosos de ese gesto
de responsabilidad, solidaridad y humanidad. Orgullosos de la persona que
fuimos en ese momento y de la persona en la que nos hemos convertido.
En cierto punto, cuando comience la reconstrucción de los pedazos
rotos, esas imágenes volverán. Recordaremos cada retraso, cada debate
superfluo, cada titubeo inútil, cada contradicción flagrante, cada traba
burocrática que terminaron costando vidas y causaron sufrimiento. Recordaremos
cada cosa que pudimos hacer y no hicimos. Cada acto de irresponsabilidad,
insensatez y egoísmo. Lo recordaremos por nosotros y por los que no están.
Pero, sobre todo, lo recordaremos para asegurarnos de que no se repitan.
Por el momento, no nos queda más que quedarnos en casa, durante el tiempo
que sea necesario. Cuidar a los enfermos. Llorar a los que se han ido. Pero ya
podemos ir imaginándonos el después. Y quizá – solo quizá – con esa imagen en
mente e intuyendo otras mucho más duras, podremos corregir ahora lo que nuestro
“yo” del futuro nos recordará.
11 abril 2020
LA ANSIEDAD COGNITIVA: EL CAMINO HACIA LA ESTUPIDEZ
Psicología/ Desarrollo personal
Psicología/ Desarrollo personal LA ANSIEDAD
COGNITIVA: EL CAMINO HACIA LA ESTUPIDEZ
Cada vez es más habitual. Es
tan común que podríamos catalogarlo como el “mal de nuestra época
híperconectada”. Hablas con una persona. Te está escuchando. O al menos eso
parece. Crees que has conectado emocionalmente, que has transmitido tu mensaje.
Sin embargo, luego descubres que esa persona no ha entendido casi nada de lo
que le has dicho. Y al día siguiente ni siquiera lo recuerda. Es la impaciencia
cognitiva, el camino más directo hacia la estupidez.
¿Qué es la impaciencia cognitiva?
¿Cuándo fue la última vez que leíste
un texto de principio a fin, sin desesperarte, sin cansarte, sin interrumpir tu
lectura para hacer otra cosa, sin distraerte y querer pasar urgentemente a otra
cosa “más interesante”
Esa incapacidad para mantener
concentrada la atención en una sola tarea es lo que el profesor de literatura
Mark Edmund son denominó impaciencia cognitiva. Este profesor se dio cuenta de
que muchos estudiantes universitarios evitan activamente la literatura clásica
de los siglos XIX y XX porque no tienen la paciencia necesaria para leer textos
más largos y densos de los que solemos encontrar en Internet.
Así acuñó el término
“impaciencia cognitiva”, que se refiere a la incapacidad para prestar atención
durante el tiempo necesario para comprender la complejidad de un pensamiento o
argumento. Al no prestar atención y ser víctimas de la impaciencia, no solo no
podemos comprender ideas complejas, sino que ni siquiera podemos retener en la
memoria ideas más simples.
El atronador ruido de la distracción
Vivimos en un mundo donde el silencio se ha convertido en un lujo. El ruido es casi omnipresente, no
solo el ruido acústico sino uno aún más peligroso: el ruido de la distracción.
La soledad ha dejado paso a una presencia permanente que nos interrumpe constantemente
y en cualquier circunstancia, una presencia que se encarga en la mensajería
instantánea, las redes sociales, el consumo compulsivo de información…
En la era de la híper
conectividad, la ansiedad reina. Y para afianzar su reinado no ha dudado en
arrasar con la tranquilidad tan necesaria para concentrarnos y reflexionar. Si
no podemos estar tranquilos, si tenemos la sensación de que nos estamos
perdiendo algo o de que existe otra cosa mucho más interesante, no logramos
concentrarnos.
Nuestra atención paga la
factura. Y esa factura es tan elevada que el psicólogo Daniel Goleman ha
llegado a afirmar que estamos ante “una encrucijada peligrosa para la
humanidad” porque sin la atención perdemos nuestra capacidad para pensar y
tomar decisiones autónomas. “La atención, en todas sus variedades,
constituye un valor mental que, pese a ser poco reconocido (y hasta subestimado
en ocasiones), influye poderosamente en nuestro modo de movernos por la vida”.
¿Cómo nos están robando la atención?
Daniel Goleman se refiere a la
impaciencia cognitiva como un estado de “atención parcial continua”. Sería una
especie de estupor inducido por el bombardeo de datos procedente de distintas
fuentes de información. En práctica, nos exponemos a tanta información que
simplemente no somos capaces de procesarla de manera adecuada, por lo que no
brindamos más que una atención parcial a cada estímulo, ya se trate de leer,
ver una película o mantener una conversación.
Ese bombardeo de información
genera, inevitablemente, atajos negligentes, lo cual significa que
desarrollamos hábitos atencionales menos eficaces y, aunque aparentemente
estamos presentes y enfocados, en realidad nuestra atención está tan dividida
que no podemos reflexionar sobre lo que estamos leyendo o escuchando.
Un estudio realizado en la Universidad
de Aberdeen y de Columbia Británica reveló que cuando leemos, nuestra mente
suele pasar entre un 20 y 40% del tiempo divagando. En una conversación ocurre
lo mismo, por lo que no es extraño que luego no podamos recordar gran parte del
mensaje pues nos hemos perdido trozos importantes del mismo.
Goleman explica que “cuanto
más distraídos estemos durante la elaboración de ese tejido y más largo sea el
lapso transcurrido hasta darnos cuenta de que nos hemos distraído, más grande
será el agujero de dicha red y más cosas, en consecuencia, se nos escaparán”.
El peligro de la impaciencia cognitiva no se reduce a un simple despiste u olvido sino que sus implicaciones van mucho más allá. Para comprenderlas, debemos entender cómo funciona la atención.
El peligro de la impaciencia cognitiva no se reduce a un simple despiste u olvido sino que sus implicaciones van mucho más allá. Para comprenderlas, debemos entender cómo funciona la atención.
Atención superior y atención inferior: Un camino
bidireccional que se ha bloqueado
Nuestro cerebro cuenta con dos
sistemas mentales separados que funcionan de manera relativamente
independiente. Existe una atención inferior, que funciona entre
bambalinas, de carácter involuntario, que nos alerta de peligros y toma el
mando cuando realizamos tareas repetitivas, cuando funcionamos en piloto
automático. Existe otra atención superior y voluntaria que
tiene un carácter reflexivo.
La impaciencia cognitiva ataca precisamente
la atención superior, esa que potencia nuestra autoconciencia y las capacidades
de crítica, deliberación y planificación. Cuando saltamos de un estímulo a
otro, solo capta nuestra atención aquello que consideramos peligroso o que
tiene una gran repercusión emocional. De los 20 titulares por los que discurren
nuestros ojos, solo nos atrapará aquel que genere una resonancia emocional.
El problema es que esa
tendencia nos vuelve muy vulnerables porque cuando un estímulo desencadena una
respuesta afectiva intensa se puede producir un secuestro emocional, lo cual significa que “nuestra atención se estrecha
aún más y se aferra a lo que nos preocupa, al tiempo que nuestra memoria se
reorganiza, favoreciendo la emergencia de cualquier recuerdo relevante para la
amenaza a la que nos enfrentamos […] Y, cuanto más intensa es la emoción, mayor
es nuestra fijación. El secuestro emocional es, por así decirlo, el pegamento
de la atención”, según Goleman.
En otras palabras, ceder a la
impaciencia cognitiva nos arrebata el control y la capacidad para pensar y
decidir de manera autónoma. Nos convierte en marionetas de las emociones,
emociones que los demás (léase la publicidad, los políticos, las clases
dominantes o simplemente una persona cercana) pueden manipular a su antojo. Sin
la capacidad para prestar atención, somos fácilmente amoldables porque nos
convertimos en zombies que funcionan en piloto automático.
¿De qué nos sirve saber leer si
no reflexionamos sobre el contenido? ¿De qué nos sirve pasar horas con un amigo
si no prestamos atención a lo que nos dice? ¿De qué nos sirve
"informarnos" si no asumimos una actitud crítica ante las
noticias?
Canjear nuestra atención por la
información efímera y a menudo intrascendente que nos “regala tan magnánimamente”
la sociedad actual simplemente no vale la pena.
Fuente:
Wolf, M. (2018) Skim
reading is the new normal. The effect on society is profound. En: The Guardian.
09 abril 2020
LA FUERZA INTEOR NOS PERMITIRÁ SUPERAR CUALQUIER SITUACIÓN, POR DURA QUE SEA
Psicología
desarrollo personal
LA FUERZA INTEOR
NOS PERMITIRÁ SUPERAR CUALQUIER SITUACIÓN, POR DURA QUE SEA
En los campos de concentración, las pequeñas
cosas se convertían en grandes cosas. Y también en señales premonitorias. “Cuando
veíamos a un camarada fumar sus propios cigarrillos en vez de cambiarlos por
alimentos, ya sabíamos que había renunciado a confiar en su fuerza para seguir
adelante y que, una vez perdida la voluntad de vivir, rara vez se recobraba”,
contó el psiquiatra Viktor Frankl sobre su estancia en los campos de
concentración nazis de Auschwitz y Dachau.
Frankl se dio cuenta de que en los campos de
concentración no siempre sobrevivían los más jóvenes y fuertes. Muchas personas
que aparentemente no tenían ninguna probabilidad de sobrevivir, superaron aquel
horror. ¿La clave? Una vida interior rica apuntalada por un sentido, una meta
futura, algo por lo cual luchar y a lo cual aferrarse.
No busques
fuera, mira dentro
Nuestra sociedad – al menos la sociedad que
fuimos hasta hace poco – vivía completamente volcada hacia afuera. Nos animaba
a buscar las satisfacciones de nuestra insatisfacción interior en las cosas.
Nos animaba a mantenernos continuamente ocupados. Haciendo siempre más.
Comprando siempre más. En un estado de narcotización continua que enajenaba el
pensamiento y nos alejaba cada vez más de nosotros mismos.
De repente todo eso se ha detenido y muchos
se han quedado sin asideros, experimentando un auténtico síndrome de
abstinencia. Abstinencia de ese flujo constante de estímulos exteriores con el
que se adormecía la conciencia.
Sin embargo, para afrontar las situaciones
límite necesitamos desarrollar una vida interior más rica. Mirar dentro. Ser
consciente de uno mismo. Dejar de volcarse hacia afuera en busca de fuerzas y
encontrar esa fuerza en nuestro interior. Se trata de asumir el reto. El tiempo
que nos tocó vivir. Las condiciones particulares de cada uno.
“Esa intensificación de la vida interior”
nos permite “refugiarnos contra el vacío, la desolación y la pobreza
espiritual de la existencia” cuando las cosas se tuercen, aseguraba Frankl.
Alimentar esa vida interior no implica cerrar
los ojos ante la realidad, sino encontrar cobijo y consuelo yendo más allá de
lo que podemos ver y tocar. “Las personas con una vida intelectual rica
sufrieron muchísimo, pero el daño causado a su ser íntimo fue menor porque eran
capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza
interior y libertad espiritual”, explicó el psiquiatra.
Busca tu
sentido
Cuando debemos enfrentarnos a desafíos
extremos, muchas veces la fuerza mental apuntala la fuerza física. La capacidad
para seguir adelante pase lo que pase, surge de que tengamos un motivo para
luchar. Y de que seamos capaces de aferrarnos a este con uñas y dientes. Como
diría Nietzsche: “quién tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar
cualquier cómo”.
El sentido de la vida, ese motivo para luchar
es único e inalienable. Es la única posesión que nos queda cuando nos reducimos
a la existencia desnuda, cuando tocamos fondo
06 abril 2020
EGÚN RL FILOSOFO ALAN WATTS NO VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD MATERIALISTA, ES MUCHO PEOR: VIVIMOS EN LA SOCIEDAD DE LAS APARIENCIAS,
Psicología sin Reservas
SEGÚN RL FILOSOFO ALAN WATTS NO VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD MATERIALISTA, ES MUCHO PEOR: VIVIMOS EN LA SOCIEDAD DE LAS APARIENCIAS,
El auge del consumismo nos ha hecho pensar que
vivimos en una sociedad materialista. Cuando nuestra felicidad depende de lo
que poseamos y lo que seamos capaces de comprar, es difícil no pensar que el
materialismo se ha apropiado de nuestra cultura. Sin embargo, el filósofo Alan
Watts pensaba que la realidad es aún peor: estaba convencido de que nuestra
sociedad no es materialista, sino que idolatra las apariencias. Y la diferencia
es sustancial.
En la sociedad de las apariencias se pierde la
esencia
“No es correcto, ni mucho menos, decir que la
civilización moderna es materialista, si entendemos por materialista la persona
que ama la materia. El cerebral moderno no ama la materia sino las medidas, no
los sólidos sino las superficies. Bebe por el porcentaje de alcohol y no por el
‘cuerpo’ y el sabor del líquido. Construye para ofrecer una fachada impresionante,
más que para proporcionar un espacio donde vivir”, escribió Watts.
Y esa obsesión por la apariencia se transluce
prácticamente en todas las esferas de la vida cotidiana. “Compramos productos
diseñados para presentar una fachada en detrimento de su contenido: frutos
enormes e insípidos, pan que es poco más que una espuma ligera, vino adulterado
con productos químicos y verduras cuyo sabor se debe a los mejunjes áridos de
los tubos de ensayo que las dotan de una pulpa mucho más impresionante”,
añadió.
En la sociedad de las apariencias, la esencia poco
importa. Cuando se rinde culto a lo exterior, se sacrifican gustosamente las
prestaciones a favor del aspecto, un aspecto que debe transmitir un mensaje
claro y cuyo único objetivo es convertirse en un símbolo de estatus a través
del cual comunicamos nuestra supuesta valía a los demás.
Cuando elegimos basándonos en las apariencias y las
medidas perdemos de vista las necesidades que deben satisfacer los objetos. Así
terminamos comprando sofás preciosos y caros, pero tan incómodos que
prácticamente no se pueden usar. Compramos el smartphone según
su marca, para poder presumir, en vez de fijarnos en sus características
técnicas. O elegimos casas con salones enormes y cocinas diminutas, más
pensadas para impresionar a los visitantes que para vivir cómodamente.
Obviamente, esa cadena de «malas» elecciones nos pasará factura, una factura
que pagaremos con frustración, insatisfacción e infelicidad.
Elegir las apariencias nos condena a un estado de
frustración permanente
El problema es que quienes sucumben a la apariencia y
las medidas están “absolutamente frustrados, pues tratar de complacer al
cerebro es como intentar beber a través de las orejas. Así, son cada vez más
incapaces de un placer auténtico, insensibles a las alegrías más agudas y
sutiles de la vida, las cuales son, de hecho, sencillas y ordinarias en
extremo.
“El carácter vago, nebuloso e insaciable del deseo
cerebral hace que sea especialmente difícil su realización práctica, que se
haga material y real. En general, el hombre civilizado no sabe lo que quiere.
[…] No busca satisfacer necesidades auténticas, porque no son cosas reales,
sino los productos secundarios, los efluvios y las atmósferas de las cosas
reales, sombras que carecen de existencia separadas de alguna sustancia”,
apuntó Watts.
El «deseo cerebral» sería nuestra obsesión por las
medidas y los números, las marcas y los logotipos, esas cosas de las que
podemos presumir delante de los amigos y que deben brindarnos una estimulación
sensorial intensa, muy alejada del disfrute calmo y pleno que conduce a la
auténtica felicidad.
Obviamente, cuando se prioriza la apariencia, se
pierde gran parte de la satisfacción y el placer que pueden aportar las cosas.
Cuando el objetivo es exhibir o impresionar, en vez de experimentar, perdemos
el disfrute en el camino porque estamos más centrados en el otro que en
nosotros mismos.
Eso nos condena a un bucle. “La economía cerebral
es un fantástico círculo vicioso que debe proporcionar una constante excitación
del oído, la vista y las terminaciones nerviosas con incesantes corrientes de
ruidos y distracciones visuales de las que es imposible liberarse […] Todo está
manufacturado de modo similar para atraer sin procurar satisfacción, para
sustituir toda gratificación parcial por un nuevo deseo”, según Watts.
Porque en realidad no son nuestros deseos ni necesidades lo que satisfacemos
cada vez que compramos algo, sino los deseos y las necesidades que nos han
impuesto la sociedad.
La vía de escape, según Watts, no consiste en abrazar
la extrema frugalidad y renegar de las cosas materiales, al estilo de los
cínicos, sino en reencontrar el placer más sencillo y pleno que pueden
proporcionarnos las cosas. Consiste en tener menos, pero disfrutar más de ello,
lo cual pasa por elegir las cosas de las que nos rodeamos teniendo en cuenta
realmente nuestros deseos, gustos y necesidades.
No es un cambio banal, en realidad implica una
profunda transformación interior en la que afirmamos nuestra identidad, y nos
desligamos de modas pasajeras y el deseo de impresionar, para disfrutar de lo
que realmente nos gusta, sin culpas ni remordimientos ni presiones.
05 abril 2020
NI CUARENTENA NI PAUSA, LA VIDA SIGUE – LO QUERAMOS O NO
Psicología sin Reservas
NI CUARENTENA NI PAUSA, LA VIDA SIGUE – LO QUERAMOS O NO
Cerrar los ojos y
abrirlos cuando todo haya pasado. Como si fuera un mal sueño que dejamos
rápidamente atrás. Sacudirnos la modorra para volver a esa normalidad que nos
arrebataron demasiado rápido como para que pudiéramos darnos cuenta. Es una
idea tentadora. Y todas las ideas tentadoras se convierten rápidamente en ideas
susceptibles de ser vendidas.
Por eso no es extraño
que la palabra «hibernar» y sinónimos como «pausa» ganen cada vez más
protagonismo en discursos institucionales y titulares. Hibernar… Dícese del
estado de letargo profundo en el que funcionamos al mínimo para recuperarnos
cuando los tiempos sean más propicios.
Y, sin embargo, no
estamos hibernando. Ni la vida está en pausa. Tras las puertas cerradas que
miran a las calles vacías – mitad apacibles y mitad inquietantes – discurre una
vida más intensa que antes. En este estado de supuesta paralización bulle una
de las experiencias emotivas más difíciles e inciertas a las que nos hemos
enfrentado en los últimos tiempos. Y no podemos ignorar eso.
Los dos errores más
graves que podemos cometer
Las palabras elegidas
para dar forma a la narrativa – oficial e individual – sobre lo que nos ocurre
son importantes. No podemos olvidar que, por suerte o por desgracia, repetir
una palabra como un mantra no es suficiente para que se haga realidad.
Tampoco debemos olvidar
que muchas veces el lenguaje está diseñado para hacer que las mentiras suenen
confiables y darle la apariencia de solidez al mero viento, parafraseando a
George Orwell. No debemos olvidar que las palabras que elegimos también
pueden limitar el alcance de nuestro pensamiento y estrechar el radio de acción
de la mente.
Creer que estamos
hibernando o que nuestra vida está en pausa nos conduce a dos errores tremendos.
El primero, pasar por esta experiencia dolorosa sin aprender nada, echando por
la borda el enclaustramiento y el sufrimiento. El segundo, pensar que cuando
salgamos lo retomaremos todo en el mismo punto donde lo dejamos.
La palabra de orden: Reflexionar
El sufrimiento en sí
mismo no enseña. No es una epifanía mística. Pero la manera en que lidiemos con
ese sufrimiento puede fortalecernos. No podemos evitar lo que está sucediendo.
Pero podemos asegurarnos de que todo lo que está sucediendo no sea en vano.
Intentar distraer la
mente con banalidades para no escrutar demasiado el ovillo de preocupaciones
que crece cada vez más en nuestra cabeza es una estrategia lícita. Por un
tiempo. Durante un tiempo. Pero no debería ser la estrategia por excelencia.
Ahora, más que nunca, necesitamos reflexionar.
Los defensores de que
son tiempos de acción, no de reflexión – como si no tuviésemos la capacidad de
hacer ambas cosas a la vez – niegan de antemano la posibilidad del cambio
transformador. Si actuamos y luego pensamos, corremos el riesgo de actuar tarde
y mal. De arrepentirnos. Y caer en el resbaladizo lodo de las culpas.
Podemos aprovechar este
tiempo para pensar en lo que hicimos mal como sociedad y en lo que nos gustaría
hacer de manera diferente. Podemos aprovechar este tiempo para poner en orden
las prioridades – sociales e individuales. Podemos aprovechar este tiempo para
darnos cuenta de las cosas realmente esenciales, esas de las que no queremos ni
podemos prescindir, y de aquellas superfluas de las que sería mejor
deshacernos.
Podemos aprovechar esta
ruptura para hacer una especie de borrón y cuenta nueva. Para atrevernos a
hacer las cosas de una manera diferente cuando todo esto termine. Para ir más
despacio. Disfrutar de los abrazos y de las pequeñas cosas, que en realidad son
las grandes cosas de la vida.
Quizá, cuando este virus
desaparezca, “otro – y más beneficioso – virus ideológico se expandirá y tal
vez nos infecte: el virus de pensar en una sociedad alternativa”, como
dijera el filósofo Slavoj Zizek, una sociedad mejor, menos competitiva y
más solidaria. Una sociedad que apueste por todos y cada uno y que dé a esas
personas que hoy han dado un paso al frente el valor y el reconocimiento que se
merecen.
Nada será igual –
para bien o para mal
“En los últimos
doscientos años o más, el mundo cada vez iba más rápido. Pero todo esto se ha
interrumpido. Vivimos un momento único de calma. Vivimos un momento histórico
de desaceleración, como si unos frenos gigantes detuviesen las ruedas de la
sociedad”, explicaba el filósofo Hartmut Rosa.
Ese frenazo brusco nos
ha dejado aturdidos. Porque al desastre se le ha sumado el peso de lo inesperado.
Pero puede servirnos. No para poner en pausa nuestra vida, sino para
reencauzarla.
El mundo al que
regresaremos no será igual. El trauma ha sido demasiado grande. Muchas personas
no serán las mismas. Han perdido a sus seres queridos sin poder despedirse
siquiera de ellos. Sin poder llorar su muerte en familia. Otras personas han
perdido su sustento económico y con ello su estabilidad y sus planes de vida.
Ahora somos una sociedad
que se ha quedado desnuda frente a su vulnerabilidad. Y eso marca. Debemos
tenerlo presente cuando finalmente las puertas se abran y volvamos a llenar las
calles. Y el momento para prepararnos es ahora. Por eso debemos asegurarnos de
no hibernar. No ceder a la apatía que apaga nuestro pensamiento. No ceder a la
abulia que nos hunde. No ceder a la anhedonia que nos desconecta.
En su lugar, necesitamos
seguir luchando. Por quienes queremos. Por el mundo que queremos. Con las armas
que tenemos. Y como podemos. Para que cuando se produzca ese anhelado
“deshielo”, esa vuelta a la normalidad, no solo nos hayamos mantenido vivos,
sino también humanos.
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