09 noviembre 2019

EL PENSAMIENTO ANTICIPATORIO: ¿PENSAR O NO PENSAR?


 psicología/ desarrollo personal                                                                                   
EL PENSAMIENTO ANTICIPATORIO: ¿PENSAR O NO PENSAR?
Iniciemos este intento de reflexión con una pequeña historia:
«Un hombre está haciendo algunos cambios en su casa. De repente se da cuenta de que necesita un taladro eléctrico, pero no lo tiene y todas las tiendas están cerradas. Entonces recuerda que su vecino tiene uno. Irá a pedírselo prestado, pero… le asalta una duda: ¿y si no quiere prestármelo? Entonces recuerda que la última vez que se vieron el vecino no se mostró tan comunicativo como en otras ocasiones. Quizás tenía prisa, pero quizás se sentía molesto por algo que he hecho. Evidentemente, si está molesto conmigo no me prestará el taladro. Se inventará cualquier excusa y yo quedaré en una posición totalmente ridícula. ¿Pensará que es más importante que yo solo porque tiene una herramienta que necesito? Pero, ese es el colmo de la arrogancia…»
En síntesis, que el hombre no pudo terminar su trabajo porque sus pensamientos le impidieron ir a solicitar la ayuda necesaria. Pero además, es muy probable que cuando se vuelva a encontrar con el vecino lo salude de una manera fría o que deje traslucir su molestia; fundándose en una serie de ideas erróneamente preconcebidas.
Este tipo de razonamiento o autodiálogo se convierte en un sinvivir cotidiano que conduce al camino más certero para amargarse la vida.
La cultura occidental es racionalizadora por excelencia; hay incluso quienes afirman que la racionalización está institucionalizada porque todo se intenta solucionar a partir de la descomposición en partes y la anticipación de los posibles errores. Así, nos vemos envueltos en miles de pequeños pensamientos cotidianos que nos asaltan mientras cruzamos una calle, cuando tomamos un café, cuando estamos esperando en una fila, cuando alguien nos saluda… invariablemente le estamos buscando un sentido a todo lo que sucede a nuestro alrededor; a la mirada del señor del autobús, a la risa de la dependienta, a la confusión del compañero de trabajo… la lista es interminable. Intentar brindarle un significado a lo que nos rodea es un proceso bastante normal, que muchas veces transcurre de manera automática para que podamos responder congruentemente con los estímulos que nos llegan constantemente del entorno pero hay que reconocer que en muchas ocasiones, francamente, cruzamos la frontera de lo sano para lindar con lo patológico.
La mayoría de estos pensamientos no tienen muchas repercusiones pero existen algunos que, más que soluciones, acarrean verdaderos problemas. Eso sucede porque deseamos encontrarle un sentido a determinadas situaciones o comportamientos pero realmente no tenemos todas las informaciones necesarias como para hacer una evaluación objetiva de lo que está sucediendo. Entonces echamos mano a nuestras creencias (que pueden ser más o menos acertadas, más o menos flexibles) para explicar rocambolescamente aquello que en muchas ocasiones bastaría con preguntar.
Anticipar los posibles resultados de nuestras acciones es totalmente válido y característico del ser humano, pero cuando este pensamiento se sustenta más en nuestras percepciones prejuiciadas que en una realidad compartida, provoca una ansiedad considerable en quien intenta racionalizar e incluso determina negativamente sus relaciones interpersonales y por supuesto, limita en extraordinaria medida el éxito que se puede alcanzar.
Una solución al alcance de la mano es preguntar; preguntar siempre que podamos para poder conformarnos un cuadro lo más cercano a la realidad posible. De las respuestas o del silencio de nuestro interlocutor, siempre obtendremos una información valiosísima que nos facilitará tomar la mejor decisión posible sin caer en las distorsiones cognitivas.

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