Psicología sin Reservas
DEJAR DE PENSAR PUEDE SER ALTAMENTE PELIGROSO.
DEJAR DE PENSAR PUEDE SER ALTAMENTE PELIGROSO.
Cuando estudiaba filosofía, algunos filósofos eran catalogados
como “librepensadores”. Otros no. Los primeros recibían una atención somera.
Los segundos detallada. Y aquello hacía saltar mis alarmas. Porque si no eres
un librepensador, no piensas.
Si el pensamiento se ata a normas y debe seguir un guion, se
vuelve dogmático. Y en ese mismo momento dejamos de pensar. Ipso facto.
Dejar de pensar es altamente peligroso. Nos volvemos susceptibles
a la manipulación. Corremos el riesgo de desarrollar posturas extremas que
alguien se encargará diligentemente de capitalizar a su favor. Entonces nos
convertimos en autómatas que siguen órdenes.
El falso dilema: Podemos unirnos aunque
pensemos diferente
El coronavirus ha convertido al mundo en un enorme reality
show que se juega a golpe de emociones. El rigor y la objetividad
brillan por su ausencia mientras nos arrastran a la infoxicación. Cuanta más información
contradictoria recibe nuestro cerebro, más nos cuesta poner orden y pensar. Nos
sumimos en el caos. Así se embota nuestro pensamiento. Y así el miedo gana la
partida.
En estos tiempos, hemos hablado de la importancia de la empatía y de ser capaces de
ponernos en el lugar del otro, de aceptar nuestra vulnerabilidad y de
adaptarnos a la incertidumbre. Hemos hablado del altruismo y el heroísmo, del compromiso y el
coraje. Se trata de competencias y cualidades loables, no cabe dudas, pero de
lo que no se ha hablado es del pensamiento crítico.
Recurriendo a eufemismos de todo tipo, un mensaje implícito ha
quedado tan claro que se ha vuelto explícito: es momento de arrimar el hombro,
no de criticar. El pensamiento ha sido debidamente precintado y estigmatizado
para que no quepa dudas de que no es deseable, salvo en dosis tan pequeñas que
sean completamente inocuas y, por tanto, completamente inútiles.
Esa creencia ha introducido un falso dilema porque el apoyo no
está reñido con el pensar. Ambas acciones no son excluyentes. Más bien al
contrario. Podemos unir fuerzas, aunque no pensemos igual. Y ese pacto es mucho
más fuerte porque proviene de personas seguras de sí mismas que piensan y
deciden libremente.
Por supuesto, ese pacto exige un trabajo intelectual más arduo.
Exige que nos abramos a posturas diferentes a las nuestras. Que reflexionemos
juntos. Busquemos puntos de encuentro. Y todos cedamos para lograr un objetivo
común.
Porque no estamos en una guerra en la que se exige obediencia
ciega a los soldados. La narrativa bélica apaga el pensamiento crítico. Condena
a quien disiente. Y somete a golpe de miedo.
Este enemigo, al contrario, se vence con inteligencia. Con la
capacidad para mirar al futuro y adelantarse a los acontecimientos. Con la
capacidad para diseñar planes de acción eficaces sustentados en una visión
global. Y con flexibilidad mental para adaptarnos a las circunstancias
cambiantes. Por eso, aplanar la curva del pensamiento crítico es lo peor que
podemos hacer.
Pensar puede salvarnos
“Diseñar e implementar las vacunas culturales necesarias para
prevenir el desastre, mientras se respetan los derechos de aquellos que
necesitan la vacuna, será una tarea urgente y sumamente compleja”, escribió
el biólogo Jared Diamond. “Expandir el campo de la salud pública para
incluir la salud cultural será el reto más grande del próximo siglo”.
Esas “vacunas culturales” pasan por dejar de ver telebasura para
poder desarrollar una conciencia crítica contra la manipulación mediática.
Pasan por encontrar un punto común entre el interés individual y el colectivo.
Pasan por asumir una actitud activa ante la búsqueda del conocimiento. Y pasan
por pensar. Libremente, a ser posible.
Por desgracia, el pensamiento crítico parece haberse convertido
en el enemigo público número uno, justo en el momento en que más lo
necesitamos. En su libro “Sobre la libertad”, el filósofo inglés John Stuart
Mill argumentaba que silenciar una opinión es “una peculiar forma de mal”.
Si la opinión es correcta, se nos roba “la oportunidad de
cambiar error por verdad”; y si es incorrecta, se nos priva de un
entendimiento más profundo de la verdad en su “choque contra el error”. Si sólo
conocemos nuestro lado del argumento, apenas sabemos eso: se vuelve marchito,
se convierte en algo que se aprende de memoria, no pasa por pruebas y termina
siendo una verdad pálida y sin vida.
En su lugar, necesitamos comprender que, como dijera el filósofo
Henri Frederic Amiel “una creencia no es verdadera porque sea útil”. Una
sociedad de personas que piensan con libertad puede tomar mejores decisiones, a
nivel individual y colectivo. Esa sociedad no necesita ser vigilada para
cumplir con las normas que dicte el sentido común. De hecho, ni siquiera
necesita esas normas porque sigue el sentido común.
Una sociedad que piensa puede tomar mejores decisiones. Es capaz
de ponderar más variables. Dar voz a las diferencias. Anticiparse a los
problemas. Y, por supuesto, buscar mejores soluciones para todos y cada uno de
sus miembros.
Pero para llegar a construir esa sociedad todos y cada uno de
sus miembros deben emprender la difícil tarea de «luchar
contra un enemigo que tiene puestos de avanzada en tu cabeza”, como dijera
Sally Kempton.
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