09 septiembre 2021

OBEDIENCIA VIRTUD

OBEDIENCIA VIRTUD


OBEDIENCIA:  Es la
Virtud por la que se cumplen los mandatos de los superiores. Implica la realización de un acto bueno con la intención de realizar lo que nos pide un superior. La obediencia se deba a las personas legítimamente constituidas en autoridad y a los que han sido mejor dotados por naturaleza.

La obediencia responde al orden que Dios ha dado a las cosas. “Así como en virtud del orden natural establecido por Dios los seres naturales inferiores se someten necesariamente a la moción de los superiores, así también en los asuntos humanos, según el orden del derecho natural, los súbditos deben obedecer a los superiores” (II-II, 104, 1, c).

La obediencia puede ser más o menos meritoria, según: la libertad de la obra realizada y de la persona que obedece (Cf. II-II, 104, 1, rta 3); la prontitud de respuesta al mandato (Cf. II-II, 104, 2, s);  el grado de renuncia a la propia voluntad (Cf. II-II, 104, 2, rta3); la intención y caridad hacia Dios (Cf. II-II, 104, 3, c).  

 

Obedezcan con docilidad a quienes los dirigen, porque ellos se desvelan por ustedes, como quién de ustedes deben dar cuenta (Heb 13, 17).

 

Ámbitos de la obediencia

Dios debe ser obedecido siempre y en todas las cosas, tanto en las obras exteriores como en las interiores (Cf. II-II, 104, 4). “La virtud de la obediencia, que renuncia por Dios a la propia voluntad, es más importante que las otras virtudes morales, que renuncian por Dios a algunos otros bienes” (II-II, 103, 3, c).

 

Haremos todo lo que el Señor ha ordenado y seremos obedientes (Ex 24, 7).

 

Los superiores humanos deben ser obedecidos solo en algunas obras externas corporales, por ejemplo: “el soldado debe obedecer a su jefe en lo referido a la guerra, el siervo a su señor en la ejecución de los trabajos serviles; el hijo a su padre en lo que tiene que ver con su conducta y el gobierno de la casa” (II-II, 104, 5, c).  

De dos modos se dispensa la obligación de obedecer a los superiores humanos: “por un precepto de una autoridad mayor… y en el mandato de algo en lo que el súbdito no depende del superior…” (II-II, 104, 5, c). Tampoco se debe obedecer en lo referido a la naturaleza humana común entre el súbdito y el superior: el sustento del cuerpo y la generación de la prole, el matrimonio, la virginidad… (Cf. II-II, 104, 5, c).

La obligación de la obediencia a las autoridades civiles supone el respeto en el orden de la justicia. Por tanto, “si su poder de gobernar no es legítimo, sino usurpado, o mandan cosas injustas, el súbdito no está obligado a obedecerles, a no ser en casos excepcionales, para evitar el escándalo o peligro” (II-II, 104, 6, rta 6). 

La obediencia, entonces, puede ser desordenada en cuanto a las circunstancias debidas, por ejemplo, cuando se obedece a quién no se debe o en lo que no se debe (Cf. II-II, 104, 2, rta 2).

 

Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hech 5, 29).  

 

La desobediencia

 

La desobediencia es el incumplimiento de un mandato dado por un superior. Tiene por causa la soberbia o vanagloria (Cf. II-II, 105, 1, rta 2). Puede ser grave en dos sentidos (Cf. II-II, 105, 2, c). Por parte del que manda, mayor es la gravedad cuanto mayor es el superior desobedecido. El mayor pecado, en este sentido, es la desobediencia a Dios. Por parte del precepto, mayor será la gravedad cuanto mayor sea el bien del precepto rechazado. Por ejemplo, en lo religioso, el precepto del amor a Dios y al prójimo.

 

Quién resiste a la autoridad, se opone al orden que Dios ha establecido (Rom 13, 2).  

VINDICACIÓN

 

VINDICACIÓN: Virtud de quién tiene autoridad, por la cual se aplica una pena a quién a faltado contra otro u otros (Cf. II-II, 108). El fin de la pena impuesta es el bien del que peca y el bien la comunidad dañada, esto es: “la corrección del pecador, la tranquilidad de los demás, la conservación de la justicia y el honor debido a Dios” (II-II, 108, 1, c).

Cuando la injuria cae sobre otra persona, y ello además implica una ofensa contra Dios y contra la Iglesia, el que tiene autoridad debe exigir reparación de la misma (Cf. II-II, 108, 1, c).

Cuando la injuria recaen sobre uno mismo, “esta debe ser tolerada con paciencia, si así conviene que se haga” (II-II, 108, 1, rta 4). Pero esto no implica la omisión de la vindicta. La vindicación como virtud, sigue y ordena la inclinación natural humana de rechazar las injurias y violencias, y defenderse de lo nocivo (Cf. II-II, 108, 2, c).

Las penas de la vindicación implican el temor servil; pero esto no es contraria al Evangelio. “La ley del Evangelio es ley de amor. Por tanto, no se debe atemorizar con castigos a quienes hacen el bien por amor, que son los que, hablando con propiedad, pertenecen al Evangelios, sino solamente a quienes no se siente movidos a hacer el bien por amor, los cuales, aunque forman parte de la Iglesia en cuanto al número, no ocurre otro tanto en cuanto al mérito” (II-II, 108, 1, rta 3).

 

Vicios opuestos

“A la vindicación se oponen dos vicios. Por exceso, el pecado de crueldad o impiedad, que se excede en la medida del castigo. Otro, por defecto, cuando alguno es demasiado remiso en la aplicación del castigo merecido, por lo cual dice Prov 13, 24: el que excusa la vara, quiere mal a su hijo” (II-II, 108, 2, rta 3). 

Pero el vicio se da principalmente por la mala intención de quién actúa: el odio, el deseo de mal, la complacencia en el castigo. Lo que principalmente debe intentar la vindicación es el bien del otro o los otros (II-II, 108, 1, c). La intención mala en el castigo es propia de la venganza. “No hay razón que justifique el que peque yo contra otro, porque este primero pecó contra mí, lo que sería dejarse vencer por el mal, cosa que prohíbe el Apóstol cuando dice: no se dejen vencer por el mal, antes bien, venzan al mal a fuerza de bien (Rom 12, 21)” (II-II, 108, 1, c). 

 

 

“Los que hacen el bien, no tiene nada que temer de los gobernantes, pero sí los que obran mal. Si no quieres sentir temor de la autoridad, obra bien y recibirás su elogio. Porque la autoridad es un instrumento de Dios para tu bien” (Rom 13, 3-4).

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