Psicología
/desarrollo personal
“PENSAR ES DIFÍCIL, ES POR ESO POR LO QUE HAY GENTE PREFIERE JUZGAR”,
“Pensar es difícil, es por eso por lo
que hay gente prefiere juzgar”, escribió Carl Gustav Jung. En la época de
la opinión, donde todo es juzgado y criticado, a menudo sin una base sólida,
sin un análisis previo y sin un conocimiento profundo de la situación, las palabras
de Jung adquieren mayor protagonismo volviéndose casi proféticas.
Juzgar nos empobrece
Identificar el acto de pensar con el acto
de juzgar puede llevarnos a vivir en un mundo distópico más propio de los
escenarios imaginados por George Orwell que de la realidad. Cuando los
juicios suplantan el pensamiento, cualquier indicio se convierte en prueba,
la interpretación subjetiva se transforma en explicación objetiva y la mera
conjetura adquiere categoría de evidencia.
A medida que nos alejamos de la realidad y
nos adentramos en la subjetividad, corremos el riesgo de confundir nuestras
opiniones con los hechos, convirtiéndonos en jueces incontestables – y bastante
parciales – de los demás. Esa actitud empobrece lo que juzgamos y nos
empobrece como personas.
Cuando estamos demasiado centrados en
nosotros mismos, cuando no logramos calmar el ego sino que adquiere
proporciones desmesuradas, o simplemente tenemos demasiada prisa como para
detenernos a pensar, preferimos juzgar. Añadimos etiquetas duales para
catalogar las cosas, los acontecimientos y las personas en un espectro
limitado de “bueno” o “malo” tomando como vara de medir nuestros deseos y
expectativas.
Actuar como jueces no solo nos aleja de la
realidad, sino que nos impide conocerla – y disfrutarla – en su riqueza y
complejidad, convirtiéndonos además en personas antipáticas – y poco
empáticas. Cada vez que juzgamos algo, lo simplificamos a su mínima expresión
y cerramos una puerta al conocimiento. Nos convertimos en meros animalis
iudicantis.
Pensar es un acto enriquecedor
En la sociedad líquida en la que vivimos,
es mucho más fácil juzgar, criticar rápidamente, y pasar al próximo juicio.
Lo que no resuena con nuestro sistema de creencias lo juzgamos como
inservible o estúpido y pasamos a lo siguiente. En la era de la gratificación
instantánea, pensar demanda un esfuerzo que muchos no están dispuestos a – o
no quieren – asumir.
El problema radica en que los juicios son
asignaciones interpretativas que damos a los sucesos, cosas o personas. Cada
juicio es una etiqueta que usamos para atribuir un valor – profundamente
sesgado – ya que se trata de un acto subjetivo basado en nuestros prejuicios,
creencias y paradigmas. Juzgamos en base a nuestras experiencias personales,
lo cual significa que muchas críticas son un acto más emocional que racional,
la expresión de un deseo o una desilusión.
Pensar, al contrario, demanda reflexión y
análisis. Más una dosis de empatía con lo pensado. Es necesario separar la
emocionalidad de los hechos, arrojar luz sobre la subjetividad adoptando una
imprescindible distancia psicológica.
Para Platón, el hombre sabio es aquel
capaz de observar tanto el fenómeno como su esencia. Una persona sabia es
aquella que no solo analiza lo contingente a las circunstancias, que suele
ser mutable, sino que es capaz de rasgar el velo de la superficialidad para
llegar a lo más universal y esencial.
Por eso, el acto de pensar tiene un enorme
potencial enriquecedor. A través del pensamiento intentamos llegar a la
esencia de los fenómenos y las cosas. Vamos más allá de lo percibido,
sobrepasamos esa primera impresión para bucear en las causas, efectos y
relaciones más profundas. Ello demanda una ardua actividad intelectual a
través de la cual crecemos como personas y ampliamos nuestra visión del
mundo.
Pensar implica detenerse. Hacer silencio.
Prestar atención. Controlar el impulso de juzgar de manera precipitada.
Sopesar posibilidades. Profundizar en las cosas, con racionalidad y desde la
empatía.
El secreto radica en “ser curiosos, no
críticos”, como dijo Walt Whitman.
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