Psicología /desarrollo personal
TEMORES QUE NOS ARRUINAN LA VIDA, SEGÚN ZYGMUNT BAUMAN
El miedo es un sentimiento universal. Aunque no es agradable sentir miedo, este puede llegar a salvarnos la vida ya que desata una reacción de alerta, tanto a nivel psicológico como fisiológico, que nos permite reaccionar con prontitud y ponernos a salvo del peligro.
El miedo es, pues, una emoción positiva
activadora. El problema comienza cuando ese miedo no nos abandona y nos hace
creer que estamos en peligro constantemente. Entonces nos condena a vivir con
los nervios a flor de piel, esperando una agresión en cualquier momento. El
problema comienza cuando padecemos un “miedo derivativo”. Un problema que,
según Zygmunt Bauman, es endémico de nuestra sociedad y podría contagiarnos a t
¿Qué es el miedo derivativo?
El miedo derivativo es una especie de miedo
“reciclado”, de carácter social y cultural. “Es un fotograma fijo de la
mente que podemos describir como el sentimiento de ser susceptible al peligro:
una sensación de inseguridad (el mundo está lleno de peligros que pueden caer
sobre nosotros y materializarse en cualquier momento sin apenas media aviso) y
de vulnerabilidad (si el peligro nos agrede, habrá pocas o nulas probabilidades
de escapar de él o de hacerle frente con una defensa eficaz; la suposición de
nuestra vulnerabilidad frente a los peligros no depende tanto del volumen o la
naturaleza de las amenazas reales como de la ausencia de confianza en las
defensas disponibles)”, en palabras de Bauman.
¿Cómo surge el miedo derivativo?
El miedo derivativo surge como resultado de
experiencias negativas pasadas, es el “efecto secundario” de la exposición a un
peligro que vivimos en carne propia, del que hemos sido testigo o del que hemos
escuchado hablar.
Bauman explica que “el miedo derivativo es el
sedimento de una experiencia pasada de confrontación directa con la amenaza: un
sedimento que sobrevive a aquel encuentro y que se convierte en un factor
importante de conformación de la conducta humana cuando ya no existe amenaza
directa alguna para la vida o la integridad de la persona”.
Es el miedo que nos sigue atenazando después del
miedo. Si perdimos a alguien querido, es el miedo residual que nos queda a la
pérdida. Si perdimos nuestro trabajo, es el miedo a perder el empleo actual. Si
sufrimos un desmayo o un ataque de pánico, es el miedo a volver a pasar por esa
experiencia.
El miedo derivativo se instaura porque es
fácilmente disociado de la conciencia; es decir, la sensación de miedo
permanece, aunque el peligro haya desaparecido. Disociamos el miedo del factor
que lo causó.
La experiencia angustiosa que vivimos fue tan intensa que ha echado a volar nuestra imaginación haciéndonos ver peligros por doquier. Así el miedo termina permeando nuestra visión del mundo. Comenzamos a pensar que el mundo es un lugar hostil y peligroso.
La experiencia angustiosa que vivimos fue tan intensa que ha echado a volar nuestra imaginación haciéndonos ver peligros por doquier. Así el miedo termina permeando nuestra visión del mundo. Comenzamos a pensar que el mundo es un lugar hostil y peligroso.
Los largos tentáculos del miedo derivativo
“El miedo derivativo reorienta la conducta
tras haber cambiado la percepción del mundo y las expectativas que guían el
comportamiento., tanto si hay una amenaza como si no […] Una persona que haya interiorizado
semejante visión del mundo, en la que se incluyen la inseguridad y la
vulnerabilidad, recurrirá de forma rutinaria a respuestas propias de un
encuentro cara a cara con el peligro, incluso en ausencia de una amenaza
auténtica. El miedo derivativo adquiere así una capacidad autopropulsora”,
apuntó Bauman.
Las personas que casi nunca salen de noche, por
ejemplo, suelen pensar que el mundo exterior es un lugar peligroso que conviene
evitar. Y dado que durante la noche los peligros se vuelven más terroríficos,
prefieren mantenerse a salvo en sus casas. Así el miedo derivativo crea un
círculo vicioso que se autoalimenta. El miedo lleva a esas personas a
recluirse, y cuanto más se recluyan y protejan, más aterrador les resultará el
mundo.
Si perdimos a alguien querido, el miedo residual nos llevará a asumir comportamientos sobreprotectores con las personas que aún tenemos a nuestro alrededor. Si perdimos un trabajo, el miedo derivativo nos hará estar tensos en el empleo actual por miedo a equivocarnos y que nos vuelvan a echar. Si sufrimos un ataque de pánico, adoptaremos una actitud híper vigilante en la cual cualquier cambio disparará de nuevo la ansiedad. Así el miedo derivativo autogenera las situaciones que más tememos.
Si perdimos a alguien querido, el miedo residual nos llevará a asumir comportamientos sobreprotectores con las personas que aún tenemos a nuestro alrededor. Si perdimos un trabajo, el miedo derivativo nos hará estar tensos en el empleo actual por miedo a equivocarnos y que nos vuelvan a echar. Si sufrimos un ataque de pánico, adoptaremos una actitud híper vigilante en la cual cualquier cambio disparará de nuevo la ansiedad. Así el miedo derivativo autogenera las situaciones que más tememos.
Quienes padecen un miedo derivativo han perdido
la autoconfianza. No confían en su fuerza y recursos para afrontar las
amenazas, han desarrollado una suerte de indefensión aprendida. El
problema es que vivir imaginando peligros y amenazas por doquier no es
vivir.
Ese estado de alerta constante termina pasándonos
una elevada factura, tanto a nivel psicológico como físico. Cuando la amígdala
detecta una situación de peligro, real o imaginaria, activa el hipotálamo y la
glándula pituitaria, que segrega la hormona adrenocorticotropa. Casi al mismo
tiempo se activa la glándula adrenal, que libera epinefrina. Ambas sustancias
generan cortisol, una hormona que aumenta la presión sanguínea y el azúcar en
sangre y suprime el sistema inmunitario. Con ese subidón tenemos más energía para
reaccionar, pero si nos mantenemos en ese estado durante mucho tiempo nuestra
salud acabará resintiéndose y estaremos continuamente al borde de un ataque de
nervios.
Vivimos en una sociedad que alimenta los miedos derivativos
Bauman sugiere que vivimos en una sociedad que
alimenta desmesuradamente los miedos derivativos. “Más temible resulta la
omnipresencia de los miedos: pueden filtrarse por cualquier recoveco o rendija
de nuestros hogares y nuestro planeta. Pueden manar de la oscuridad de las calles
o de los destellos de las pantallas de televisión, de nuestros dormitorios y de
nuestras cocinas, de nuestros lugares de trabajo y del vagón de metro en el que
nos desplazamos hasta ellos o en el que regresamos a nuestros hogares desde
ellos, de las personas con las que nos encontramos y de aquellas que nos pasan
inadvertidas, de algo que hemos ingerido y de algo con lo que nuestros cuerpos
hayan tenido contacto, de lo que llamamos naturaleza o de otras personas
[…]
“Día tras día nos damos cuenta de que el
inventario de peligros del que disponemos dista mucho de ser completo: nuevos
peligros se descubren y anuncian casi a diario y no se sabe cuánto más y de qué
clase habrán logrado eludir nuestra atención y se preparan ahora para
golpearnos sin avisar”.
El miedo líquido, como también lo denominó, se
escurre por doquier y se alimenta a través de diferentes canales porque “la
economía de consumo depende de la producción de consumidores y los consumidores
que hay que producir para el consumo de ‘productos contra el miedo’ tienen que
estar atemorizados y asustados, al tiempo que esperanzados de que los peligros
que tanto temen puedan ser forzados a retirarse, con ayuda pagada de su
bolsillo, claro está”.
No podemos olvidar que el miedo es una
herramienta útil, no solo para las multinacionales que venden sus productos sino
también para los políticos que nos piden nuestro voto e incluso para el Estado
que se presenta como nuestro “protector y salvaguarda”. El miedo se capitaliza
muy bien porque apaga nuestra mente racional, desencadena un secuestro emocional en toda regla que nos impide pensar en otra
cosa que no sea ponernos a salvo. A través de este mecanismo malsano, quien
desata el miedo también nos ofrece una “solución paliativa”.
Así “la lucha contra los temores ha acabado
convirtiéndose en una tarea para toda la vida, mientras que los peligros
desencadenantes de esos miedos han pasado a considerarse compañeros permanentes
e inseparables de la vida humana”.
¿Qué hacer? ¿Cómo escapar de ese mecanismo?
Derribar los miedos derivativos para vivir de manera más plena
1. Pon los miedos en contexto. Ante todo, debemos ser conscientes de que “son
muchos más los golpes que siguen anunciándose como inminentes que los que
llegan finalmente a golpear”, según Bauman. Eso significa que la sociedad o
nuestra imaginación producen más situaciones atemorizantes que aquellas que
realmente llegan a ocurrir. Adoptar esta perspectiva nos permite asumir
una distancia psicológicade aquello que nos atemoriza para darnos cuenta
de que las probabilidades de que ocurra realmente son más pequeñas de lo que
pensamos.
2. Lo que pasó, no tiene por qué volver a pasar. Hay
experiencias de vida duras que son difíciles de superar. No cabe dudas. Sin
embargo, aunque el miedo derivativo que generan es comprensible, no es
sostenible. Eso significa que el pasado debe ser una fuente de sabiduría,
resiliencia y fuerza para afrontar el futuro, no una excusa paralizante que
limite nuestras potencialidades.
3. La vida es una aventura atrevida, o no es nada. Huir
del miedo es temer. Nuestra extraordinaria capacidad para proyectarnos al
futuro también nos hace temer lo incierto, imaginando monstruos atemorizantes
que nos acechan. Es el dilema humano. Para escapar de ello necesitamos hacer
nuestro este maravilloso mensaje de Bauman: “saber que este mundo en el que
vivimos es temible, no significa que vivamos atemorizados”. Algunos
peligros existen, no podemos hacer caso omiso de ellos, pero tampoco podemos
dejar que condicionen nuestras decisiones y nos impidan vivir plenamente.
Después de todo, "la vida es una aventura atrevida o no es nada",
según Hellen Keller.
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