29 abril 2020

NADIE DERECHO A PEDIRLES A LOS SANITARIOS QUE SE CONVIERTAN EN HÉROES


Psicología sin Reservas


NADIE  DERECHO A PEDIRLES A LOS SANITARIOS QUE SE CONVIERTAN EN HÉROES
     

Aplausos van y aplausos vienen. La capa de Superman deja espacio a los asépticos equipos de protección personal y el martillo de Thor transmuta en estetoscopio. Los sanitarios se han convertido en los nuevos héroes de nuestra sociedad. Para bien y para mal. Con todas las consecuencias que ello conlleva.

Las palabras conforman nuestro mundo

Las palabras, lo queramos o no, dan sentido a nuestro mundo. Las palabras nos ayudan a construir la narrativa alrededor de la cual gira nuestra vida y, por supuesto, la vida social. Las palabras nos ayudan a construir y destruir. Nos enriquecen o nos limitan.

Esa es la razón por la que la Policía del Pensamiento de la sociedad distópica que imaginó George Orwell en su libro “1984” perseguía con peculiar ahínco las palabras y vigilaba con esmero el buen uso de la neolengua, cuya “finalidad era limitar el alcance del pensamiento y estrechar el radio de acción de la mente”.

Su libro, bien lo saben algunos, está lejos de ser una obra de ciencia ficción. En la antigua URSS se llamaban “héroes del trabajo” a quienes mostraban una especial dedicación o productividad en su trabajo. Encumbrar al nivel de héroes a aquellas personas no tenía como objetivos aumentarles la autoestima sino motivarlas a trabajar aún más y, con suerte, animar a otros para que siguieran su ejemplo, porque la entrega absoluta a la sociedad era lo único importante y prioritario. La máxima era borrar todo rastro de individualidad.

Por eso – y por muchas otras razones – debemos tener cuidado con las palabras que utilizamos. Porque “de la mala o inepta constitución de las palabras surge una portentosa obstrucción de la mente”, como dijera Francis Bacon. Y por eso aplicar la palabra héroe a los sanitarios puede convertirse en una peligrosa espada de Damocles que pende amenazante sobre sus cabezas.

¿Por qué no deberíamos pedir a los sanitarios que sean héroes?

En el imaginario popular, el arquetipo del héroe se refiere a la persona que sobresale por haber realizado hazañas extraordinarias que requieren una gran dosis de valor. El héroe no solo demuestra un gran coraje, sino que a menudo se sacrifica por los demás sin esperar recompensa alguna.

Sin embargo, en una nación preparada, que tiene claras sus prioridades y protege a sus trabajadores, los médicos no deberían verse obligados a realizar acciones “heroicas”. No deberían verse obligados a exponerse al contagio por la falta de equipamiento de protección. No deberían verse obligados a trabajar con bolsas de plástico atadas a la cabeza y el cuerpo. No deberían verse obligados a hacer guardias interminables en condiciones extremas que los hacen más propensos a cometer errores. No deberían verse obligados, en fin, a asumir el papel de héroes que les hemos impuesto. Y, por supuesto, no deberían morir por todo eso.

Llamarles héroes, aunque nos parezca un reconocimiento, también encierra un lado negativo. Esa palabra puede hundirles bajo su peso. Puede hacer que eleven el nivel de autoexigencia hasta límites sobrehumanos. Les añade estrés. Y suma una enorme frustración cuando no pueden salvar vidas.

Llamarles héroes implica poner toda la responsabilidad sobre sus hombros mientras esperamos que nos rescaten. Implica pedirles que se inmolen por nosotros. Y todo eso agrava el daño emocional que ya están sufriendo. Por eso, en el fondo, les hacemos un flaco favor convirtiéndolos en nuestros héroes.

De hecho, la mayoría de los sanitarios no se consideran héroes. Más bien al contrario. Y no se trata de un exceso de humildad, sino de sentido común. Solo quieren hacer su trabajo con profesionalidad, sin heroicidades. Y aunque muchos aceptan de buen grado los aplausos en los balcones, un momento que nos une como sociedad y nos da ánimos para seguir adelante, la mayoría quiere que comprendamos que esos aplausos son una trampa en la que hemos caído – o por la que nos hemos deslizado de manera más o menos inconsciente.

La trampa que se esconde tras la heroicidad

Los aplausos y todo el discurso heroico que se ha construido a su alrededor es una trampa, la trampa de convertir a un colectivo que está siendo víctima de una injusticia tremenda en héroes de la sociedad. Y se trata de un truco tan viejo como el poder: llenarnos los ojos de lágrimas para que inunden el cerebro. Aplaudir emocionados para no pensar en por qué tenemos que aplaudir. Y así, mientras ensalzamos su labor, les condenamos a soportar un peso adicional.


27 abril 2020

SEGÚN CARL GUSTAV JUNG EL PODER DE NUESTRO “LADO OSCURO” PARA SUPERAR LA ADVERSIDAD,


psicología /desarrollo personal                                                                                  
SEGÚN CARL GUSTAV JUNG
EL PODER DE NUESTRO “LADO OSCURO” PARA SUPERAR LA ADVERSIDAD,

Encuentro epidemias, catástrofes naturales, barcos hundidos, ciudades destruidas, terribles animales salvajes, hambruna, falta de amor en los hombres y miedo, montañas enteras de miedo”, escribió Jung en su “Libro Rojo”.
No era para menos. El psicoanalista estaba pasando por un periodo particularmente turbulento de su vida. Las noticias de la inminencia de la Primera Guerra Mundial lo conmocionaron profundamente. De hecho, llegaron en un momento particularmente difícil de su vida, justo cuando Jung había roto su relación con Freud, que no solo fue su mentor sino también un gran amigo.
Aquella fue, por ende, una etapa de profunda desorientación y seguridad interior para Jung. A eso se le sumó su trabajo en uno de los campamentos suizos donde se acogía a soldados enfermos y heridos en la guerra. En esos campos Jung vivió de cerca la mal llamada “gripe española” que se cernió sobre Europa.
Aquella época oscura y tumultuosa tendría un impacto profundo en su vida. Jung, pero no dejó que cayera en saco roto. La aprovechó para realizar un profundo trabajo de introspección del que salió fortalecido y con la firme convicción de que podemos superar la adversidad a través de la individuación.
Pensaba que para sanar nuestros traumas debemos concienciar nuestras sombras y miedos, de manera que alcancemos un “yo” más integrado y fuerte. “Cuando los conflictos más intensos se superan, dejan una sensación de seguridad y tranquilidad que no se perturba fácilmente”, según Jung. Ese es el premio.
Las sombras que afloran en la adversidad
Cuando la adversidad toca a nuestra puerta suele poner del revés nuestro mundo. Su cuota de imprevisibilidad nos golpea aún más, haciendo que nuestro equilibrio mental se tambalee. En un abrir y cerrar de ojos podemos quedarnos sin asideros. La adversidad puede arrebatarnos los puntos cardinales que hasta ese momento no solo daban un sentido a nuestra vida, sino que también nos indicaban, grosso modo, cómo debíamos comportarnos.
En esas circunstancias todo se nos hace muy cuesta arriba. Y en ese estado que fluctúa entre el desconcierto por lo ocurrido y la ansiedad porque todo pase, podemos tomar decisiones de las que después nos arrepintamos. Mostrar actitudes o comportamientos de los que más tarde no nos sintamos particularmente orgullosos. Venirnos abajo y tocar fondo emocionalmente. Descubrir debilidades y miedos que no conocíamos. Ver sombras que hubiésemos preferido que se mantuvieran en la oscuridad.
De hecho, muchas veces lo que nos impide superar por completo la adversidad no es el hecho traumático en sí, sino lo que ha hecho aflorar de nosotros, esa parte que se llena de arrepentimientos, culpas y recriminaciones. La parte que se pregunta qué hubiera pasado si hubiésemos tomado otra decisión. Si hubiéramos actuado de otra manera. Si nos hubiéramos anticipado…
Aceptar y reconocer la oscuridad que habita en cada uno
Jung creía que tenemos una tendencia a ocultar los rasgos que no nos gustan o que no son socialmente aceptables. Como resultado, nos fragmentamos y desarrollamos una psique dislocada que se convierte en terreno fértil en el que crecen problemas como la ansiedad, la depresión y/o el trastorno de estrés postraumático.
Negar nuestras sombras no solo nos impide reconocer y aceptar nuestra totalidad, sino que también se convierte en una trampa recurrente. Jung pensaba que “aquellos que no aprenden nada de los hechos desagradables de sus vidas, fuerzan a la conciencia cósmica a que los reproduzca tantas veces como sea necesario para aprender lo que enseña el drama de lo sucedido. Lo que niegas te somete. Lo que aceptas te transforma”.
En otras palabras, tropezamos tantas veces con la misma piedra porque nuestros comportamientos y decisiones nos llevan siempre hasta ella. No podemos esperar resultados diferentes si siempre hacemos lo mismo, parafraseando a Einstein. Por tanto, hasta que no cambiemos nos quedaremos atascados en el bucle que ha generado la adversidad.
Pero “no podemos cambiar nada, a menos que lo aceptemos […] Es mucho mejor tomar las cosas como vienen, con paciencia y ecuanimidad”, como advirtiera Jung. Cerrar los ojos ante la realidad, pretendiendo que no está sucediendo, es una estrategia desadaptativa, tan desadaptativa como negar la parte de nosotros que no nos agrada.
Por eso, la aceptación radical de la realidad y de esa parte más oscura de cada uno es una condición esencial para seguir avanzando, pasar página o cerrar capítulos de nuestra vida. No se trata de una aceptación pasiva, una rendición incondicional o un resignarse sino más bien de un tomar nota para reestructurar nuestro mundo.
La clave para aceptar nuestras sombras y una realidad con la que no nos sentimos cómodos consiste en deshacerse de los juicios de valor, en dejar de pensar que la oscuridad es negativa o mala.
Jung propone una perspectiva diferente. Afirma que “uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad […] Incluso una vida feliz no es factible sin una medida de oscuridad, y la palabra felicidad perdería su sentido si no estuviera balanceada con la tristeza”.
De hecho, creía que las sombras tienen un poder enorme que podemos utilizar para crecer como personas, siempre que seamos capaces de integrarlas en nuestro «yo». Aceptar la sombra nos permite convertirnos en personas más equilibradas y conscientes de sí mismas, de manera que estaremos mucho mejor preparados para afrontar la adversidad.
Para ello, necesitamos comprender que la adversidad no se convierte automáticamente en una epifanía, tan solo nos brinda la oportunidad de crecer a través del sufrimiento. Si queremos. Las situaciones difíciles nos permiten poner a prueba nuestras fuerzas, expandir nuestros límites y, por supuesto, descubrir facetas personales desconocidas o poco exploradas.
Pero “todo cambio debe empezar en el propio individuo. Nadie puede darse el lujo de mirar a su alrededor y esperar a que otros hagan por nosotros aquello que es responsabilidad nuestra”, escribió Jung. Por tanto, tenemos dos opciones: nos convertirnos en víctimas de las circunstancias o vamos más allá de la adversidad para desarrollar un nuevo nivel de autoconocimiento.

26 abril 2020

TRAS EL COVID19, SE AVECINA UNA EPIDEMIA DE DEPRESIÓN


PSICOLOGÍA /DEPRESIÓN
TRAS EL COVID19, SE AVECINA UNA EPIDEMIA DE DEPRESIÓN
La vida que llevábamos antes quizá no era perfecta, pero tenía un ingrediente esencial que nos aportaba seguridad: la normalidad. Ahora ese ingrediente se ha esfumado. Hemos pasado a vivir en una especie de limbo en el que esperamos – más o menos impacientemente – el retorno a esa normalidad.
Sin embargo, pensar que la pandemia de coronavirus y este interminable periodo de aislamiento que han puesto del revés nuestro mundo no van a dejar daños psicológicos es simplemente ingenuo. La realidad post coronavirus no se presenta precisamente de color rosa, por lo que tendremos que prepararnos para afrontar un futuro incierto de la mejor manera que podamos.
Fase de desilusión: La tristeza y el vacío tras el impacto del trauma
Pensar que vamos a pasar por un trauma colectivo e individual sin pagar una factura psicológica implica retomar el mal hábito de cerrar los ojos ante una perspectiva que no nos agrada o nos asusta. “El hombre se dice que la plaga es irreal, que es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño, son los hombres los que pasan”, como advirtiera Albert Camus.
Cuando atravesamos una situación traumática, como las catástrofes y las pandemias, todos pasamos por lo que se conoce como “fase de desilusión”. En esta fase, la ilusión de que todo iba a salir bien se esfuma. Las consignas optimistas dejan paso a la triste realidad. Y los arcoíris que nos animaron se ocultan tras nubarrones negros. El optimismo inicial que nos empujaba a resistir y luchar deja paso al desánimo y el pesimismo.
El estrés, que nos había dado la fuerza necesaria para soportar todo, comienza a pasarnos factura. Entramos en una fase de apatía y anhedonia. El agotamiento físico planta bandera. Y el mundo nos empieza a parecer cuesta arriba, muy cuesta arriba.
Gran parte de estos cambios tienen una explicación fisiológica. Se deben a la hiperactividad del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal, que primero nos da la energía casi sobrehumana que necesitamos para luchar contra la amenaza pero luego nos la arrebata, sumiéndonos en la depresión, como reveló un estudio del King’s College de Londres.
Por supuesto, todo no depende de nuestra fisiología. En la fase de desilusión – tanto las comunidades como los individuos – se dan cuenta de los límites de la asistencia. Comienza a crecer la brecha entre la necesidad de ayuda y la escasez de esta, lo cual suele generar un doloroso sentimiento de abandono. 
El estallido de compasión”, propio de la fase de heroicidad ante las grandes catástrofes, “y las frenéticas demostraciones de relaciones públicas de los políticos mitigan el efecto del trauma durante un tiempo y proporcionan un alivio temporal a las personas atosigadas por las viejas deudas que, de pronto, se habían visto privadas de ingresos. Pero todo eso resulta ser una tregua de muy corta vida”, escribió Zygmunt Bauman refiriéndose a la manera en que nuestra sociedad suele lidiar con las catástrofes.
Más tarde, cuando los grupos de ayuda se marchen, los medios de comunicación giren los reflectores hacia otras noticias, los políticos retomen su hábito de discutir banalidades y los bancos comiencen a reclamar la deuda, crecerá la desesperanza y la sensación de abandono en la población, sobre todo en los más vulnerables.
A medida que el mundo retome su ritmo y muchas personas regresen a esa añorada normalidad, otros se quedarán atrás. Ya sea porque han perdido el trabajo o porque están sufriendo secuelas psicológicas. Son los olvidados del sistema. Los que se escurren por las fisuras de la sociedad. Y esas personas se convierten en candidatos perfectos para que se extienda otra pandemia: la depresión.
La «tormenta perfecta» que dejará el coronavirus a su paso
Hay personas que, ahora mismo, están viendo todo bajo un prisma gris – y no les falta razón. Ante una emergencia sanitaria que también está erosionando nuestra economía y ha dinamitado los pilares que nos brindaban seguridad, es inevitable sentir el pinchazo de la vulnerabilidad y la inseguridad.
Estamos atravesando una tormenta que nos ataca desde todos los frentes. Hay quienes están trabajando bajo una presión inaudita, exponiéndose día a día al contagio y la posibilidad de morir. Y hay quienes han perdido el trabajo y sienten el aguijón de la inestabilidad económica. Hay quienes han perdido a sus seres queridos, sin poder despedirse de ellos, condenados a sufrir su duelo en solitario.
Todas esas personas están experimentando, uno tras otro, los componentes emocionales que conducen a una «tormenta perfecta» para la aparición de la depresión: tristeza, irritabilidad, agotamiento y sensación de vacío.
Estar aislados en casa tampoco ayuda. El confinamiento puede disparar la depresión, sobre todo en el caso de las personas que están completamente solas. Se ha comprobado que la soledad impuesta, esa que no elegimos, es un factor de riesgo para la depresión.
De hecho, un estudio publicado recientemente en The Lancet reveló que los efectos secundarios de la cuarentena más comunes son el estrés postraumático y la depresión. Y no es tan fácil deshacerse de ellos: sus síntomas pueden mantenerse tres años después de la experiencia.
La pérdida del sustento económico también conduce a la depresión, como demostró un estudio publicado en la revista Neuropsychiatrie. La profunda inseguridad social que genera la pérdida abrupta de ingresos, sumado a los sentimientos de desesperanza, alimenta un estado de ánimo negativo que puede hacernos tocar fondo emocionalmente y del que no es fácil salir.
¿Qué podemos hacer para prevenir la depresión – a nivel individual y como sociedad?
Para impedir una catástrofe, antes hay que creer en su posibilidad. Hay que creer que lo imposible es posible. Que lo posible siempre acecha. Incansable, en el interior del caparazón protector de la imposibilidad, esperando para irrumpir.
“Ningún peligro es tan siniestro y ninguna catástrofe golpea tan fuerte como las que se consideran una probabilidad ínfima; concebirlas como improbables o ignorarlas por completo es la excusa con la que no se hace nada para evitarlas antes de que alcancen el punto a partir del lo improbable se vuelve realidad y, de repente, es ya demasiado tarde para atenuar su impacto, y aún más para conjurar su aparición. Y sin embargo, eso es precisamente lo que estamos haciendo, o mejor dicho ‘no haciendo’, a diario, irreflexivamente”, alertó Bauman.
Vale aclarar que ahora mismo, el nivel de estrés, ansiedad o tristeza que experimentamos es una reacción perfectamente normal a los acontecimientos que estamos viviendo y no se deben confundir con un trastorno psicológico. La depresión no se produce de la noche a la mañana. Y es precisamente eso lo que nos deja un margen de acción para evitar que se convierta en la próxima epidemia, como parece estar ocurriendo en China, donde el 16,6% de las personas ya reporta signos de depresión severa o moderada, según un estudio de la Sociedad de Psicología China.
A nivel individual, necesitamos aprender a gestionar el estrés y asumir la soledad como una oportunidad para estar a solas con nosotros mismos y reconectar con nuestros sentimientos. Este es un buen momento para aprender técnicas de meditación mindfulness y profundizar en la filosofía budista porque nos ayuda a lidiar con los tiempos inciertos manteniendo nuestro equilibrio mental. La filosofía y la psicología, ahora más que nunca, pueden convertirse en tus aliadas.
Sin embargo, no podemos esperar que el individuo combata solo contra los problemas estructurales y sistémicos que ya son endémicos y lastran nuestra sociedad. “Nunca es agradable estar enfermo, pero hay ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, países en los que, de cierto modo, puede uno confiarse. Un enfermo necesita a su alrededor blandura, necesita apoyarse en algo”, explicaba Camus.
Si una sociedad y un sistema no aporta eso, no se preocupa por sustentar a los más vulnerables, tanto desde el punto de vista físico como psicológico y económico, aboca a una parte de sus ciudadanos a la depresión más profunda. Necesitamos saber que no estamos solos. Que no nos han abandonado. Que podemos contar no solo con otras personas sino también con una red de apoyo institucional. Eso nos reconforta, nos permitirá recuperarnos antes y trabajar juntos para reconstruir los sueños.
Necesitamos reconocer que el plan inicial falló. Ya hemos dejado atrás a miles de personas, esas que han perdido lo más valioso: su vida. Ahora tenemos que asegurarnos de no dejar atrás a las nuevas víctimas de la crisis social. Y si el sistema que tenemos no nos permite hacerlo porque es demasiado rígido como para que entre un resquicio de humanidad. Tendremos que cambiarlo. Sin excusas. O estaremos condenados a repetir los mismos errores. Una y otra vez.

20 abril 2020

Pan Francés - La receta que Funciona

Los escritos de mis momentos, en su mayorA­a, tienen un tono sentimental son una forma de hablar conmigo mismo cuando no hay nadie escuchA?ndome, o tambiA©n de hablar con alguien real que estA? en el recuerdo y que ha contribuido de algAsn modo a mis vivencias personales.

Pan Francés - La receta que Funciona

Los escritos de mis momentos, en su mayorA­a, tienen un tono sentimental son una forma de hablar conmigo mismo cuando no hay nadie escuchA?ndome, o tambiA©n de hablar con alguien real que estA? en el recuerdo y que ha contribuido de algAsn modo a mis vivencias personales.

19 abril 2020

SEÑALES QUE INDICAN QUE NECESITAS IR URGENTEMENTE AL PSICÓLOGO


Psicología sin Reservas 
SEÑALES QUE INDICAN QUE NECESITAS IR URGENTEMENTE AL PSICÓLOGO
Si has visto muchas películas, es probable que te hayas formado una idea errónea sobre los problemas psicológicos. Quizá piensas que solo atañen a la joven que comprueba 25 veces que ha cerrado bien la puerta antes de acostarse o al soldado traumatizado que confunde las aspas del ventilador de techo con las de un helicóptero en una zona de combate. 
Estos son casos extremos. En una sociedad que nos obliga a trabajar cada vez más duro, los problemas que tenemos son otros.
Las expectativas enormes que colocan sobre nuestros hombros, la cantidad de tareas y obligaciones que debemos enfrentar cada día, las dificultades de la vida y los conflictos interpersonales generan un nivel de estrés y ansiedad que a veces resulta difícil de soportar y que pueden quebrar hasta a las personas más fuertes emocionalmente. En esos casos, lo mejor es recurrir a los servicios de Psicología.

¿Cuándo necesitas la ayuda de un psicólogo?

1. Has sufrido un trauma o una pérdida de la que no logras reponerte
A lo largo de la vida tenemos que enfrentar situaciones difíciles, pero a veces no contamos con los recursos psicológicos necesarios. Si has pasado por una situación traumática o has sufrido una pérdida importante y no logras recuperarte, es fundamental que pidas la ayuda de un psicólogo. 
Un estudio llevado a cabo en la Universidad de Harvard comprobó que las experiencias dolorosas se quedan grabadas como huellas en el cerebro y se reactivan como si estuviéramos viviendo de nuevo la situación. Para superar el trauma es necesario convertirlo en una experiencia narrativa, lo cual se logra reprogramando el cerebro emocional.
El periodo “normal” de duelo por una pérdida es de seis meses, pero si te sientes muy mal, si sigues experimentando sentimientos muy intensos y notas que no mejoras, no es necesario que esperes tanto tiempo. Un psicólogo puede ayudarte a lidiar con esasituación dolorosa desarrollando la resiliencia.
2. Te enfermas a menudo, sufres dolores musculares, de cabeza o tienes problemas gastrointestinales sin una causa específica
El estrés crónico, la ansiedad, la depresión y otros estados emocionales afectan el sistema inmunitario, haciendo que seas más vulnerable a las infecciones y enfermes con mayor frecuencia. Un metaanálisis realizado en la Universidad de Kentucky en el que se incluyeron más de 300 estudios concluyó que el estrés crónico suprimía la inmunidad celular.
En otros casos, las preocupaciones y las emociones reprimidas pueden tener una expresión somática. Normalmente se manifiestan a través de problemas en la piel, dificultades gastrointestinales y molestias musculares. 
Es importante que no pases por alto estos síntomas porque podrían agravarse y convertirse en factores de riesgo para la aparición de patologías más graves.
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3. Sientes que ya no eres el mismo
La personalidad cambia a lo largo del tiempo. Un estudio realizado en la Universidad de Edimburgo reveló que somos una persona completamente diferente a los 14 y a los 77 años. Áreas como la autoconfianza, la perseverancia, la creatividad y la voluntad de superación sufren grandes transformaciones. 
Sin embargo, si sientes que ya no eres el mismo y los cambios han sido muy repentinos, es probable que exista algún problema. Si ya no disfrutas como antes de las cosas que te apetecían, si casi nada te ilusiona y ves el futuro gris, es importante que pidas ayuda porque podrías estar sufriendo depresión. 
Tampoco es buena señal que cambies repentinamente de estado de ánimo, sintiéndote un momento eufórico y a la hora siguiente profundamente triste y melancólico ya que puede ser síntoma de un trastorno bipolar. 
También deberías pedir ayuda si crees que no puedes gestionar tus emociones y estas te desbordan, si te sientes muy irritable o te enfadas con frecuencia. 
4. Te preocupas demasiado sin motivo
Cuando tenemos un problema, es normal que nos preocupemos, pero la preocupación no debe convertirse en tu compañera de viaje habitual. La preocupación excesiva suele generar un desagradable estado de aprensión que se convierte en la base para trastornos psicológicos como la ansiedad y las fobias.
Una investigación realizada en la Case Western Reserve University reveló que preocuparse excesivamente por la pareja, familia, amigos y compañeros de trabajo también nos lleva a asumir estilos relacionales poco asertivos que terminan generando críticas y dañan la relación.
Otra investigación desarrollada en la Universidad de Sussex reveló que la diferencia entre la preocupación normal y la patológica radica en que la primera se centra en un aspecto concreto y puntual mientras que la preocupación patológica se extiende. En práctica, una preocupación conduce a la otra formando una espiral descendente. 
Por eso, si tienes tendencia al catastrofismo, si siempre esperas que ocurra lo peor y a menudo eso te hace sentir ansioso, es mejor que acudas a un psicólogo.
5. Estás desarrollando una dependencia
En muchos casos, la adicción es un intento de compensar las ausencias y/o fracasos en otras esferas de la vida. El comportamiento adictivo suele comenzar a raíz de una situación estresante, por lo que buscamos refugio en ciertas sustancias.
Sin embargo, no existe simplemente la adicción a las drogas, el alcohol y el tabaco, también puede tratarse de una dependencia de la comida. De hecho, la ingesta emocional es un problema cada vez más común que tiene graves repercusiones para la salud puesto que normalmente implica el consumo de alimentos ricos en azúcar y grasas, que son los más gratificantes para el cerebro. 
También se puede desarrollar una dependencia del ejercicio físico, denominada vigorexia, o incluso de tu pareja, en cuyo caso se trata de una dependencia emocional. 
En cualquier caso, la dependencia y la adicción pueden hacer que caigas en una espiral de descontrol que puede tener serias consecuencias para tu vida, por lo que es mejor pedir ayuda al psicólogo cuanto antes.

¿Cuánto dura la terapia de psicología?

Desde AGSPsicólogos, donde llevan más de 30 años abordando desde los trastornos del estado de ánimo como el estrés, la depresión y la ansiedad, hasta las adicciones y los problemas de pareja, indican que la mayoría de las personas se sienten más aliviadas después de la primera visita y notan una mejoría importante entre la séptima y la décima sesión con el psicólogo. 
De hecho, los estudios sobre la eficacia de la psicoterapia han revelado que el 42% de las personas solo necesita entre tres y diez visitas y solo 1 de cada 9 necesitarán más de 20 sesiones. Por supuesto, los trastornos más complejos o ya instaurados pueden demandar una intervención más larga, por eso es importante acudir antes de que el problema siente casa definitivamente. 
Desde AGS también apuntan que es importante que el profesional trabaje para promover la autosuficiencia, de manera que la persona no desarrolle una dependencia del psicólogo. El objetivo final de la psicoterapia es dotarnos de las herramientas psicológicas necesarias para que podamos afrontar los diferentes problemas de la vida sin tener que recurrir constantemente a la terapia.
En ese sentido, un metaanálisis realizado en la Vanderbilt University mostró que los resultados de la psicoterapia, en comparación con los tratamientos farmacológicos, tienden a ser más duraderos y no suelen requerir tratamientos adicionales ya que las personas desarrollan una serie de habilidades que les permiten seguir mejorando, aunque el tratamiento haya terminado.




Fuentes:
Graham, C. et. Al. (2016) The perseverative worry bout: A review of cognitive, affective and motivational factors that contribute to worry perseveration. Biological Psychology; 121: 233–243.

18 abril 2020

LA PANDEMIA PASARÁ, PERO LA INDOLENCIA Y EL EGOÍSMO SE RECORDARÁN


Psicología sin reservas 
LA  PANDEMIA PASARÁ, PERO LA INDOLENCIA Y EL EGOÍSMO SE RECORDARÁN

Dicen Se dice que una imagen vale más que mil palabras.
Esta imagen, sin duda, resume a la perfección las consecuencias de la locura que estamos viviendo en estas semanas.
Es la imagen del vacío y la soledad. Pero también de la indolencia y el egoísmo.
  •  
Tomada el 19 de marzo en el supermercado Coles de Port Melbourne, en Australia, fue publicada por el periodista Seb Costello. En ella se aprecia a una anciana en el pasillo de las conservas. Vacío. Por las compras de pánico que se han desatado en estos días a raíz del coronavirus. Cuenta el periodista que a la anciana se le escaparon las lágrimas.
Las compras de pánico, sin embargo, son tan solo la punta del iceberg. Un iceberg tan profundo como la vida misma y tan estratificado como nuestras clases sociales.
Esta imagen nos muestra que, aunque el coronavirus no entiende de clases sociales, quienes gestionan la situación sí hacen diferenciaciones por clases sociales. Diferenciaciones que antes eran «soportables» pero que ahora se convierten en un puñetazo a la sensibilidad. Diferenciaciones que en estos tiempos – más que nunca – pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Literalmente. Sin eufemismos.
También es la imagen de la vulnerabilidad. De quienes se han quedado detrás. Los últimos de la fila. Esos a los que nadie tiene en cuenta porque ya dieron todo lo que tenían y han perdido su “valor social”. Esos que se vuelven invisibles. Que casi tienen que pedir perdón por existir. Los que solo piden que la sociedad se acuerde de ellos – aunque sea de vez en cuando. Y muchas veces ni siquiera aspiran a que les ayuden, sino tan solo a que no les compliquen más las cosas.
Esa – y otras imágenes – también pasarán a los anales de la historia. Para recordarnos lo que la sociedad en su conjunto no quiso ver. Para darle visibilidad, por fin, a los invisibles. Aunque quizá sea demasiado tarde para muchos de ellos.
La denuncia sorda de quienes se han quedado sin voz
Esa imagen también es una denuncia sorda. Es un dedo acusatorio que obliga al sistema – y a cada uno de nosotros – a enfrentarnos con nuestra conciencia. Es un aldabonazo que nos dice que hemos equivocado el camino.
Esa imagen es el reflejo de una sociedad demasiado llena de sí misma. Demasiado ocupada. Demasiado enajenada. Es la imagen que daña la imagen de las empresas y los gobiernos, porque les recuerda que, aunque no quieran y se resistan, tienen una obligación social inalienable, como cada uno de nosotros.
Es también la imagen de los estados que minimizan la muerte de sus ancianos. De ayudas decretadas para los vulnerables que terminan perdiéndose en los tortuosos caminos de la burocracia. Es la imagen de las instituciones y los países que se han olvidado de la solidaridad y han optado por un “sálvese quien pueda”. De quienes le dieron un doloroso portazo a Italia y a los italianos dejándoles completamente solos, alimentando la inútil esperanza de que a ellos no les tocaría.
Sin embargo, no hay nada como las situaciones extremas para sacar a la luz verdades que de otra manera quedarían sepultadas tras palabras edulcoradas y gestos vacíos. En esas situaciones sale a la luz lo que somos y lo que valemos – como personas y como sociedad.
Esa imagen, en resumen, nos dice desde el atronador silencio de quienes se han quedado sin voz que esta pandemia pasará, pero las consecuencias de nuestras reacciones y decisiones perdurarán.
El miedo pasará. El peligro quedará en el pasado. Las puertas finalmente se abrirán. Volveremos a llenar las calles. Pero nuestros comportamientos nos acompañarán – de una forma u otra. Y podremos sentirnos orgullosos de ese gesto de responsabilidad, solidaridad y humanidad. Orgullosos de la persona que fuimos en ese momento y de la persona en la que nos hemos convertido.
En cierto punto, cuando comience la reconstrucción de los pedazos rotos, esas imágenes volverán. Recordaremos cada retraso, cada debate superfluo, cada titubeo inútil, cada contradicción flagrante, cada traba burocrática que terminaron costando vidas y causaron sufrimiento. Recordaremos cada cosa que pudimos hacer y no hicimos. Cada acto de irresponsabilidad, insensatez y egoísmo. Lo recordaremos por nosotros y por los que no están. Pero, sobre todo, lo recordaremos para asegurarnos de que no se repitan.
Por el momento, no nos queda más que quedarnos en casa, durante el tiempo que sea necesario. Cuidar a los enfermos. Llorar a los que se han ido. Pero ya podemos ir imaginándonos el después. Y quizá – solo quizá – con esa imagen en mente e intuyendo otras mucho más duras, podremos corregir ahora lo que nuestro “yo” del futuro nos recordará.

11 abril 2020

LA ANSIEDAD COGNITIVA: EL CAMINO HACIA LA ESTUPIDEZ

Psicología/ Desarrollo personal
Psicología/ Desarrollo personal LA ANSIEDAD COGNITIVA: EL CAMINO HACIA LA ESTUPIDEZ
Cada vez es más habitual. Es tan común que podríamos catalogarlo como el “mal de nuestra época híperconectada”. Hablas con una persona. Te está escuchando. O al menos eso parece. Crees que has conectado emocionalmente, que has transmitido tu mensaje. Sin embargo, luego descubres que esa persona no ha entendido casi nada de lo que le has dicho. Y al día siguiente ni siquiera lo recuerda. Es la impaciencia cognitiva, el camino más directo hacia la estupidez.
¿Qué es la impaciencia cognitiva?
¿Cuándo fue la última vez que leíste un texto de principio a fin, sin desesperarte, sin cansarte, sin interrumpir tu lectura para hacer otra cosa, sin distraerte y querer pasar urgentemente a otra cosa “más interesante”
Esa incapacidad para mantener concentrada la atención en una sola tarea es lo que el profesor de literatura Mark Edmund son denominó impaciencia cognitiva. Este profesor se dio cuenta de que muchos estudiantes universitarios evitan activamente la literatura clásica de los siglos XIX y XX porque no tienen la paciencia necesaria para leer textos más largos y densos de los que solemos encontrar en Internet.
Así acuñó el término “impaciencia cognitiva”, que se refiere a la incapacidad para prestar atención durante el tiempo necesario para comprender la complejidad de un pensamiento o argumento. Al no prestar atención y ser víctimas de la impaciencia, no solo no podemos comprender ideas complejas, sino que ni siquiera podemos retener en la memoria ideas más simples.
El atronador ruido de la distracción
Vivimos en un mundo donde el silencio se ha convertido en un lujo. El ruido es casi omnipresente, no solo el ruido acústico sino uno aún más peligroso: el ruido de la distracción. La soledad ha dejado paso a una presencia permanente que nos interrumpe constantemente y en cualquier circunstancia, una presencia que se encarga en la mensajería instantánea, las redes sociales, el consumo compulsivo de información…
En la era de la híper conectividad, la ansiedad reina. Y para afianzar su reinado no ha dudado en arrasar con la tranquilidad tan necesaria para concentrarnos y reflexionar. Si no podemos estar tranquilos, si tenemos la sensación de que nos estamos perdiendo algo o de que existe otra cosa mucho más interesante, no logramos concentrarnos.

Nuestra atención paga la factura. Y esa factura es tan elevada que el psicólogo Daniel Goleman ha llegado a afirmar que estamos ante “una encrucijada peligrosa para la humanidad” porque sin la atención perdemos nuestra capacidad para pensar y tomar decisiones autónomas. “La atención, en todas sus variedades, constituye un valor mental que, pese a ser poco reconocido (y hasta subestimado en ocasiones), influye poderosamente en nuestro modo de movernos por la vida”.

¿Cómo nos están robando la atención?

Daniel Goleman se refiere a la impaciencia cognitiva como un estado de “atención parcial continua”. Sería una especie de estupor inducido por el bombardeo de datos procedente de distintas fuentes de información. En práctica, nos exponemos a tanta información que simplemente no somos capaces de procesarla de manera adecuada, por lo que no brindamos más que una atención parcial a cada estímulo, ya se trate de leer, ver una película o mantener una conversación.

Ese bombardeo de información genera, inevitablemente, atajos negligentes, lo cual significa que desarrollamos hábitos atencionales menos eficaces y, aunque aparentemente estamos presentes y enfocados, en realidad nuestra atención está tan dividida que no podemos reflexionar sobre lo que estamos leyendo o escuchando.

Un estudio realizado en la Universidad de Aberdeen y de Columbia Británica reveló que cuando leemos, nuestra mente suele pasar entre un 20 y 40% del tiempo divagando. En una conversación ocurre lo mismo, por lo que no es extraño que luego no podamos recordar gran parte del mensaje pues nos hemos perdido trozos importantes del mismo.

Goleman explica que “cuanto más distraídos estemos durante la elaboración de ese tejido y más largo sea el lapso transcurrido hasta darnos cuenta de que nos hemos distraído, más grande será el agujero de dicha red y más cosas, en consecuencia, se nos escaparán”.

El peligro de la impaciencia cognitiva no se reduce a un simple despiste u olvido sino que sus implicaciones van mucho más allá. Para comprenderlas, debemos entender cómo funciona la atención.

Atención superior y atención inferior: Un camino bidireccional que se ha bloqueado

Nuestro cerebro cuenta con dos sistemas mentales separados que funcionan de manera relativamente independiente. Existe una atención inferior, que funciona entre bambalinas, de carácter involuntario, que nos alerta de peligros y toma el mando cuando realizamos tareas repetitivas, cuando funcionamos en piloto automático. Existe otra atención superior y voluntaria que tiene un carácter reflexivo.

La impaciencia cognitiva ataca precisamente la atención superior, esa que potencia nuestra autoconciencia y las capacidades de crítica, deliberación y planificación. Cuando saltamos de un estímulo a otro, solo capta nuestra atención aquello que consideramos peligroso o que tiene una gran repercusión emocional. De los 20 titulares por los que discurren nuestros ojos, solo nos atrapará aquel que genere una resonancia emocional.

El problema es que esa tendencia nos vuelve muy vulnerables porque cuando un estímulo desencadena una respuesta afectiva intensa se puede producir un secuestro emocional, lo cual significa que “nuestra atención se estrecha aún más y se aferra a lo que nos preocupa, al tiempo que nuestra memoria se reorganiza, favoreciendo la emergencia de cualquier recuerdo relevante para la amenaza a la que nos enfrentamos […] Y, cuanto más intensa es la emoción, mayor es nuestra fijación. El secuestro emocional es, por así decirlo, el pegamento de la atención”, según Goleman.

En otras palabras, ceder a la impaciencia cognitiva nos arrebata el control y la capacidad para pensar y decidir de manera autónoma. Nos convierte en marionetas de las emociones, emociones que los demás (léase la publicidad, los políticos, las clases dominantes o simplemente una persona cercana) pueden manipular a su antojo. Sin la capacidad para prestar atención, somos fácilmente amoldables porque nos convertimos en zombies que funcionan en piloto automático.

¿De qué nos sirve saber leer si no reflexionamos sobre el contenido? ¿De qué nos sirve pasar horas con un amigo si no prestamos atención a lo que nos dice? ¿De qué nos sirve "informarnos" si no asumimos una actitud crítica ante las noticias? 

Canjear nuestra atención por la información efímera y a menudo intrascendente que nos “regala tan magnánimamente” la sociedad actual simplemente no vale la pena. 


Fuente:
Wolf, M. (2018) Skim reading is the new normal. The effect on society is profound. En: The Guardian.

09 abril 2020

LA FUERZA INTEOR NOS PERMITIRÁ SUPERAR CUALQUIER SITUACIÓN, POR DURA QUE SEA

Psicología desarrollo personal      
LA FUERZA INTEOR NOS PERMITIRÁ SUPERAR CUALQUIER SITUACIÓN, POR DURA QUE SEA
En los campos de concentración, las pequeñas cosas se convertían en grandes cosas. Y también en señales premonitorias. “Cuando veíamos a un camarada fumar sus propios cigarrillos en vez de cambiarlos por alimentos, ya sabíamos que había renunciado a confiar en su fuerza para seguir adelante y que, una vez perdida la voluntad de vivir, rara vez se recobraba”, contó el psiquiatra Viktor Frankl sobre su estancia en los campos de concentración nazis de Auschwitz y Dachau.
Frankl se dio cuenta de que en los campos de concentración no siempre sobrevivían los más jóvenes y fuertes. Muchas personas que aparentemente no tenían ninguna probabilidad de sobrevivir, superaron aquel horror. ¿La clave? Una vida interior rica apuntalada por un sentido, una meta futura, algo por lo cual luchar y a lo cual aferrarse.
No busques fuera, mira dentro
Nuestra sociedad – al menos la sociedad que fuimos hasta hace poco – vivía completamente volcada hacia afuera. Nos animaba a buscar las satisfacciones de nuestra insatisfacción interior en las cosas. Nos animaba a mantenernos continuamente ocupados. Haciendo siempre más. Comprando siempre más. En un estado de narcotización continua que enajenaba el pensamiento y nos alejaba cada vez más de nosotros mismos.
De repente todo eso se ha detenido y muchos se han quedado sin asideros, experimentando un auténtico síndrome de abstinencia. Abstinencia de ese flujo constante de estímulos exteriores con el que se adormecía la conciencia.
Sin embargo, para afrontar las situaciones límite necesitamos desarrollar una vida interior más rica. Mirar dentro. Ser consciente de uno mismo. Dejar de volcarse hacia afuera en busca de fuerzas y encontrar esa fuerza en nuestro interior. Se trata de asumir el reto. El tiempo que nos tocó vivir. Las condiciones particulares de cada uno.
Esa intensificación de la vida interior” nos permite “refugiarnos contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de la existencia” cuando las cosas se tuercen, aseguraba Frankl.
Alimentar esa vida interior no implica cerrar los ojos ante la realidad, sino encontrar cobijo y consuelo yendo más allá de lo que podemos ver y tocar. “Las personas con una vida intelectual rica sufrieron muchísimo, pero el daño causado a su ser íntimo fue menor porque eran capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza interior y libertad espiritual”, explicó el psiquiatra.
Busca tu sentido
Cuando debemos enfrentarnos a desafíos extremos, muchas veces la fuerza mental apuntala la fuerza física. La capacidad para seguir adelante pase lo que pase, surge de que tengamos un motivo para luchar. Y de que seamos capaces de aferrarnos a este con uñas y dientes. Como diría Nietzsche: “quién tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo”.
El sentido de la vida, ese motivo para luchar es único e inalienable. Es la única posesión que nos queda cuando nos reducimos a la existencia desnuda, cuando tocamos fondo 

06 abril 2020

EGÚN RL FILOSOFO ALAN WATTS NO VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD MATERIALISTA, ES MUCHO PEOR: VIVIMOS EN LA SOCIEDAD DE LAS APARIENCIAS,



Psicología sin Reservas
SEGÚN RL FILOSOFO ALAN WATTS NO VIVIMOS EN UNA SOCIEDAD MATERIALISTA, ES MUCHO PEOR: VIVIMOS EN LA SOCIEDAD DE LAS APARIENCIAS,
El auge del consumismo nos ha hecho pensar que vivimos en una sociedad materialista. Cuando nuestra felicidad depende de lo que poseamos y lo que seamos capaces de comprar, es difícil no pensar que el materialismo se ha apropiado de nuestra cultura. Sin embargo, el filósofo Alan Watts pensaba que la realidad es aún peor: estaba convencido de que nuestra sociedad no es materialista, sino que idolatra las apariencias. Y la diferencia es sustancial.
En la sociedad de las apariencias se pierde la esencia
No es correcto, ni mucho menos, decir que la civilización moderna es materialista, si entendemos por materialista la persona que ama la materia. El cerebral moderno no ama la materia sino las medidas, no los sólidos sino las superficies. Bebe por el porcentaje de alcohol y no por el ‘cuerpo’ y el sabor del líquido. Construye para ofrecer una fachada impresionante, más que para proporcionar un espacio donde vivir”, escribió Watts.
Y esa obsesión por la apariencia se transluce prácticamente en todas las esferas de la vida cotidiana. “Compramos productos diseñados para presentar una fachada en detrimento de su contenido: frutos enormes e insípidos, pan que es poco más que una espuma ligera, vino adulterado con productos químicos y verduras cuyo sabor se debe a los mejunjes áridos de los tubos de ensayo que las dotan de una pulpa mucho más impresionante”, añadió.
En la sociedad de las apariencias, la esencia poco importa. Cuando se rinde culto a lo exterior, se sacrifican gustosamente las prestaciones a favor del aspecto, un aspecto que debe transmitir un mensaje claro y cuyo único objetivo es convertirse en un símbolo de estatus a través del cual comunicamos nuestra supuesta valía a los demás.
Cuando elegimos basándonos en las apariencias y las medidas perdemos de vista las necesidades que deben satisfacer los objetos. Así terminamos comprando sofás preciosos y caros, pero tan incómodos que prácticamente no se pueden usar. Compramos el smartphone según su marca, para poder presumir, en vez de fijarnos en sus características técnicas. O elegimos casas con salones enormes y cocinas diminutas, más pensadas para impresionar a los visitantes que para vivir cómodamente. Obviamente, esa cadena de «malas» elecciones nos pasará factura, una factura que pagaremos con frustración, insatisfacción e infelicidad.
Elegir las apariencias nos condena a un estado de frustración permanente
El problema es que quienes sucumben a la apariencia y las medidas están “absolutamente frustrados, pues tratar de complacer al cerebro es como intentar beber a través de las orejas. Así, son cada vez más incapaces de un placer auténtico, insensibles a las alegrías más agudas y sutiles de la vida, las cuales son, de hecho, sencillas y ordinarias en extremo.
El carácter vago, nebuloso e insaciable del deseo cerebral hace que sea especialmente difícil su realización práctica, que se haga material y real. En general, el hombre civilizado no sabe lo que quiere. […] No busca satisfacer necesidades auténticas, porque no son cosas reales, sino los productos secundarios, los efluvios y las atmósferas de las cosas reales, sombras que carecen de existencia separadas de alguna sustancia”, apuntó Watts.
El «deseo cerebral» sería nuestra obsesión por las medidas y los números, las marcas y los logotipos, esas cosas de las que podemos presumir delante de los amigos y que deben brindarnos una estimulación sensorial intensa, muy alejada del disfrute calmo y pleno que conduce a la auténtica felicidad.
Obviamente, cuando se prioriza la apariencia, se pierde gran parte de la satisfacción y el placer que pueden aportar las cosas. Cuando el objetivo es exhibir o impresionar, en vez de experimentar, perdemos el disfrute en el camino porque estamos más centrados en el otro que en nosotros mismos.
Eso nos condena a un bucle. “La economía cerebral es un fantástico círculo vicioso que debe proporcionar una constante excitación del oído, la vista y las terminaciones nerviosas con incesantes corrientes de ruidos y distracciones visuales de las que es imposible liberarse […] Todo está manufacturado de modo similar para atraer sin procurar satisfacción, para sustituir toda gratificación parcial por un nuevo deseo”, según Watts. Porque en realidad no son nuestros deseos ni necesidades lo que satisfacemos cada vez que compramos algo, sino los deseos y las necesidades que nos han impuesto la sociedad.
La vía de escape, según Watts, no consiste en abrazar la extrema frugalidad y renegar de las cosas materiales, al estilo de los cínicos, sino en reencontrar el placer más sencillo y pleno que pueden proporcionarnos las cosas. Consiste en tener menos, pero disfrutar más de ello, lo cual pasa por elegir las cosas de las que nos rodeamos teniendo en cuenta realmente nuestros deseos, gustos y necesidades.
No es un cambio banal, en realidad implica una profunda transformación interior en la que afirmamos nuestra identidad, y nos desligamos de modas pasajeras y el deseo de impresionar, para disfrutar de lo que realmente nos gusta, sin culpas ni remordimientos ni presiones.

05 abril 2020

NI CUARENTENA NI PAUSA, LA VIDA SIGUE – LO QUERAMOS O NO


Psicología sin Reservas
NI CUARENTENA NI PAUSA, LA VIDA SIGUE – LO QUERAMOS O NO
Cerrar los ojos y abrirlos cuando todo haya pasado. Como si fuera un mal sueño que dejamos rápidamente atrás. Sacudirnos la modorra para volver a esa normalidad que nos arrebataron demasiado rápido como para que pudiéramos darnos cuenta. Es una idea tentadora. Y todas las ideas tentadoras se convierten rápidamente en ideas susceptibles de ser vendidas.
Por eso no es extraño que la palabra «hibernar» y sinónimos como «pausa» ganen cada vez más protagonismo en discursos institucionales y titulares. Hibernar… Dícese del estado de letargo profundo en el que funcionamos al mínimo para recuperarnos cuando los tiempos sean más propicios.
Y, sin embargo, no estamos hibernando. Ni la vida está en pausa. Tras las puertas cerradas que miran a las calles vacías – mitad apacibles y mitad inquietantes – discurre una vida más intensa que antes. En este estado de supuesta paralización bulle una de las experiencias emotivas más difíciles e inciertas a las que nos hemos enfrentado en los últimos tiempos. Y no podemos ignorar eso.
Los dos errores más graves que podemos cometer
Las palabras elegidas para dar forma a la narrativa – oficial e individual – sobre lo que nos ocurre son importantes. No podemos olvidar que, por suerte o por desgracia, repetir una palabra como un mantra no es suficiente para que se haga realidad.
Tampoco debemos olvidar que muchas veces el lenguaje está diseñado para hacer que las mentiras suenen confiables y darle la apariencia de solidez al mero viento, parafraseando a George Orwell. No debemos olvidar que las palabras que elegimos también pueden limitar el alcance de nuestro pensamiento y estrechar el radio de acción de la mente.
Creer que estamos hibernando o que nuestra vida está en pausa nos conduce a dos errores tremendos. El primero, pasar por esta experiencia dolorosa sin aprender nada, echando por la borda el enclaustramiento y el sufrimiento. El segundo, pensar que cuando salgamos lo retomaremos todo en el mismo punto donde lo dejamos.
La palabra de orden: Reflexionar
El sufrimiento en sí mismo no enseña. No es una epifanía mística. Pero la manera en que lidiemos con ese sufrimiento puede fortalecernos. No podemos evitar lo que está sucediendo. Pero podemos asegurarnos de que todo lo que está sucediendo no sea en vano.
Intentar distraer la mente con banalidades para no escrutar demasiado el ovillo de preocupaciones que crece cada vez más en nuestra cabeza es una estrategia lícita. Por un tiempo. Durante un tiempo. Pero no debería ser la estrategia por excelencia. Ahora, más que nunca, necesitamos reflexionar.
Los defensores de que son tiempos de acción, no de reflexión – como si no tuviésemos la capacidad de hacer ambas cosas a la vez – niegan de antemano la posibilidad del cambio transformador. Si actuamos y luego pensamos, corremos el riesgo de actuar tarde y mal. De arrepentirnos. Y caer en el resbaladizo lodo de las culpas.
Podemos aprovechar este tiempo para pensar en lo que hicimos mal como sociedad y en lo que nos gustaría hacer de manera diferente. Podemos aprovechar este tiempo para poner en orden las prioridades – sociales e individuales. Podemos aprovechar este tiempo para darnos cuenta de las cosas realmente esenciales, esas de las que no queremos ni podemos prescindir, y de aquellas superfluas de las que sería mejor deshacernos.
Podemos aprovechar esta ruptura para hacer una especie de borrón y cuenta nueva. Para atrevernos a hacer las cosas de una manera diferente cuando todo esto termine. Para ir más despacio. Disfrutar de los abrazos y de las pequeñas cosas, que en realidad son las grandes cosas de la vida.
Quizá, cuando este virus desaparezca, “otro – y más beneficioso – virus ideológico se expandirá y tal vez nos infecte: el virus de pensar en una sociedad alternativa”, como dijera el filósofo Slavoj Zizek, una sociedad mejor, menos competitiva y más solidaria. Una sociedad que apueste por todos y cada uno y que dé a esas personas que hoy han dado un paso al frente el valor y el reconocimiento que se merecen.
Nada será igual – para bien o para mal
En los últimos doscientos años o más, el mundo cada vez iba más rápido. Pero todo esto se ha interrumpido. Vivimos un momento único de calma. Vivimos un momento histórico de desaceleración, como si unos frenos gigantes detuviesen las ruedas de la sociedad”, explicaba el filósofo Hartmut Rosa.
Ese frenazo brusco nos ha dejado aturdidos. Porque al desastre se le ha sumado el peso de lo inesperado. Pero puede servirnos. No para poner en pausa nuestra vida, sino para reencauzarla.
El mundo al que regresaremos no será igual. El trauma ha sido demasiado grande. Muchas personas no serán las mismas. Han perdido a sus seres queridos sin poder despedirse siquiera de ellos. Sin poder llorar su muerte en familia. Otras personas han perdido su sustento económico y con ello su estabilidad y sus planes de vida.
Ahora somos una sociedad que se ha quedado desnuda frente a su vulnerabilidad. Y eso marca. Debemos tenerlo presente cuando finalmente las puertas se abran y volvamos a llenar las calles. Y el momento para prepararnos es ahora. Por eso debemos asegurarnos de no hibernar. No ceder a la apatía que apaga nuestro pensamiento. No ceder a la abulia que nos hunde. No ceder a la anhedonia que nos desconecta.
En su lugar, necesitamos seguir luchando. Por quienes queremos. Por el mundo que queremos. Con las armas que tenemos. Y como podemos. Para que cuando se produzca ese anhelado “deshielo”, esa vuelta a la normalidad, no solo nos hayamos mantenido vivos, sino también humanos.