REFLEXIÓN: EMPUJA LA VAQUITA.
Había una vez un Maestro de la sabiduría que paseaba por el campo con su discípulo, cuando se encontraron con una humilde casa de madera que estaba habitada por una pareja y sus tres hijos. Todos iban pobremente vestidos, con ropa sucio y rota. Sus pies estaban descalzos y el entorno se notaba de una pobreza extrema.
El Maestro le preguntó al padre de familia cómo hacían para sobrevivir, ya que en aquel paraje no existían industrias ni comercio, ni se veía riqueza por ninguna parte. Con calma, el padre de familia le contestó: “Mire usted, nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona varios litros de leche cada dia. Una parte la vendemos y con el dinero compramos otras cosas, y la otra parte la usamos para consumo propio. De esta forma sobrevivimos “.
El Maestro agradeció la información, se despidió y se fue. Al alejarse le dijo a su discípulo: “busca la vaquita, llévala al precipicio y empújala al barranco “. El joven quedó espantado, ya que la vaquita era el único medio de subsistencia de aquella humilde familia. Pero pensó que su Maestro tendría sus razones y, con gran pesar, llevó a la vaquita al precipicio y la empujó. Aquella escena se quedó grabada en su mente durante muchos años.
Al cabo del tiempo, el discípulo, culpabilizado por lo que había hecho, decidió dejar al Maestro, volver a aquel lugar y disculparse con aquella familia a la que había hecho tanto daño. Al acercarse hacia aquel paraje vio que ahora había árboles, una preciosa casa, un automóvil aparcado y muchos niños jugando en un maravilloso jardín. El joven se sintió triste y desesperado al imaginar que aquella humilde familia hubiera tenido que venderlo todo para sobrevivir. Preguntó por la familia que vivía antes en aquel lugar y le contestaron que seguían allí, que no se habían marchado. Entró corriendo en la casa y se dio cuenta de que la habitaba la misma familia que antes. Entonces, le preguntó al padre de familia qué había pasado y éste, con una amplia sonrisa, le contestó: “Teníamos una vaquita que nos proporcionaba leche y con la que sobrevivíamos. Pero un afortunado día la vaquita se cayó por un precipicio y murió. En ese momento nos vimos obligados a hacer otras cosas, a desarrollar otras habilidades que nunca habíamos imaginado poseer. De esta forma comenzamos a prosperar y nuestra vida cambió “.
Todos nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona cosas básicas para sobrevivir, pero que nos hace dependientes de la rutina. Todo nuestro mundo se reduce a lo que la vaquita nos proporciona. Descubre cuál es tu vaquita.
31 julio 2019
UNA FÁBULA BUDISTA SOBRE EL PODER DE LOS DESEOS
LA ANCIANA MENDIGA
UNA FÁBULA BUDISTA SOBRE EL PODER DE LOS DESEOS
Durante la época de Buda,
muchas personas iban a su templo para dejarle ofrendas. Pero vivía por entonces una
anciana mendiga que no tenía nada para llevar. Y lo cierto es que deseaba
tanto poder hacer una ofrenda que decidió pedir limosna un día y sacrificar su
comida a cambio de unas pocas monedas. Con ellas compró una pequeña lámpara de
aceite. El dinero no le daba para nada más.
Ilusionada, llegó al templo y
encendió su lamparita. La colocó junto al resto, todas más grandes, y dijo en
voz alta:
– Perdona, Buda, por no poder
traerte nada más. Es todo lo que tengo, pero deseo que esta pequeña luz pueda
ser bendecida con el don de la sabiduría para poder hacer felices a
otros e iluminar su camino.
Durante esa noche, todas las
lámparas se fueron apagando. Todas, menos una, la de la anciana. Uno de los
discípulos de Buda, al ver a la mañana siguiente que estaba encendida, quiso
apagarla. Pensó que no había razón para que estuviera encendida durante el
día. Pero por más que intentó a pagarla, no lo consiguió. Ni soplando, ni
apretando la mecha… La llama volvía a surgir de nuevo. Entonces se acercó Buda
y le dijo:
– ¿Qué haces? – Intento apagar
esta lámpara, pero no lo consigo…
– No lo lograrás nunca. Ni,
aunque derrames sobre ella toda el agua del océano, ni aunque traigas hasta
aquí el agua de todos los lagos. No podrás apagarla jamás.
– Pero… ¿por qué? - preguntó
extrañado el discípulo.
– Porque esta lámpara fue
encendida con el poder del amor, con la devoción y la ilusión, con
la intención de hacer felices a otros.
Moraleja: ‘Cada vez que intentamos proporcionar felicidad a
otros, nos proporcionamos felicidad a nosotros mismos’
27 julio 2019
APRENDER A DECIR “NO” PARA NO CEDER EN LA VIDA
psicología desarrollo personal APRENDER A DECIR “NO” PARA NO
CEDER EN LA VIDA
Hay una buena razón por la que el “no” es una de las
primeras palabras que aprendemos a pronunciar cuando somos pequeños. De hecho,
los niños pasan por una fase de negativismo en la que suelen decir no a todo,
por principio y sin valorar demasiados detalles. De esta forma reafirman su
identidad. De hecho, descubrir la existencia del no y sus implicaciones es un
gran acontecimiento para el niño ya que se da cuenta de que tiene derecho a
decidir sobre su vida, aunque al inicio se trate solo de pequeñas decisiones.
Aprender a decir no también es importante para mantener
nuestro equilibrio emocional. La vida nos plantea continuamente nuevos caminos
que podemos emprender, nos tienta con opciones que a veces no son las más
adecuadas para nosotros. En esos casos, decir no implica ser capaces de
mantenerse en el camino que nos hemos trazado, centrados en nuestros objetivos.
Además, en ciertas ocasiones decir no es la única manera que
tenemos para defender nuestros derechos y mantener a raya a personas que están
dispuestas a vulnerar nuestra libertad, apropiándose de nuestro tiempo y
actuando como auténticos vampiros emocionales.
En el ámbito profesional, manejar el arte de las negativas
también es fundamental, sobre todo para que no nos sobrecarguen con tareas que
no nos pertenecen y para no asumir compromisos que no podemos llevar a buen
término. Obviamente, debemos aprender a decir no respetando a los demás y
manteniendo buenas relaciones.
Establecer límites también es una expresión de amor propio
1. EL “NO” ROTUNDO
En algunas ocasiones encontrarás a personas que te proponen
planes o hacen peticiones para las cuales conoces perfectamente tu respuesta:
un no rotundo. Cuando tienes una decisión muy clara y sabes que lo que te están
pidiendo o proponiendo no es para ti porque puede hacerte daño o vulnera tus
valores, no temas a dar un no categórico.
Es cierto que decir no es complicado, pero debes recordar que,
si algo no te gusta y puede lastimarte de alguna manera o hacerte sentir mal,
no tienes por qué hacerlo. De hecho, a veces decir no es una expresión de amor
propio, de respeto hacia uno mismo. Establecer límites no es negativo, es la
expresión de una persona que sabe lo que quiere y que conoce perfectamente
hasta dónde está dispuesta a llegar. Por otra parte, un no sincero, en vez de
dar largas, también es una expresión de respeto hacia la otra persona ya que
así le ahorraremos tiempo y le permitiremos reorientar rápidamente su búsqueda.
Si no estamos dispuestos a hacer algo, es mejor decirlo inmediatamente.
2. EL “NO” A MEDIAS
No siempre es necesario decir que no, pero a veces no
estamos dispuestos a llegar tan lejos como demanda la otra persona. De hecho,
este tipo de situaciones son muy comunes en nuestra vida cotidiana y, a la
larga, como terminamos cediendo, son las principales responsables de que nos
involucremos en proyectos o relaciones que en realidad no nos apetecían.
En ese caso, puedes ofrecer un no a medias. Es decir, puedes
decirle a esa persona que estás dispuesto a ayudarle en determinados aspectos,
pero no en otros, que puedes satisfacerla solo hasta cierto punto, pero que no
estás dispuesto a ir más allá.
Puedes aprovechar ese momento para indicar exactamente
cuáles son tus límites y condiciones. A la otra persona le debe quedar clara tu
postura respecto a su petición, para que después no reclame lo que no te
comprometiste a hacer.
Otra posibilidad que brinda un no a medias es la
negociación. Por ejemplo, es posible que no estés de acuerdo con la demanda
inicial, pero si la otra persona cambia algunos detalles, podrías ceder. De
hecho, se trata de una estrategia muy asertiva ya que de esta manera todos
ganan.
3. EL “NO”, QUIZÁ MÁS TARDE
Si algo no te interesa, es mejor decirlo inmediatamente. De
esta manera somos sinceros y respetuosos con la otra persona. Sin embargo, hay
ocasiones en que simplemente no estamos dispuestos a aceptar determinada
propuesta, al menos en ese momento, pero podríamos hacerlo más tarde.
En ese caso, lo más conveniente es no dejarse presionar y
dejar claro que en ese momento no estamos disponibles, pero quizá más adelante
podríamos involucrarnos en el proyecto o satisfacer la demanda. Vale aclarar
que no se trata de darle largas al asunto porque no tenemos el coraje de dar un
no rotundo, sino de dejar claro que nos interesa el tema porque no tenemos
tiempo. Por ejemplo, una persona puede proponerte un proyecto profesional muy
interesante pero tus problemas personales actuales o un proyecto que te consume
mucho tiempo te impide aceptarlo. En ese caso, la propuesta realmente te
interesa, pero no te puedes comprometer inmediatamente.
Lo más conveniente para ambas partes es pactar un plazo de
tiempo prudencial, pasado el cual darás tu respuesta definitiva.
¿Por qué somos reacios a decir no?
- Porque tenemos miedo a ser vistos como una persona de
mente cerrada y rígida ya que en nuestra sociedad se ha asociado el sí a una
mayor flexibilidad y apertura, cuando en ocasiones solo esconde una profunda
falta de carácter.
- Porque es un hábito que aprendimos de niños, cuando
pensábamos que decir sí implicaba obtener la aprobación de los demás, sobre
todo de los padres, que se enfurecían ante nuestras negativas.
- Porque tenemos miedo a quemar los puentes que dejamos
detrás y cerrarnos una vía de escape que podría sernos útil en el futuro.
- Porque tenemos miedo a la reacción de los demás o a
herirlos con nuestra negativa pues pensamos que no la encajarán bien.
- Porque nos preocupa que nos tachen de egoístas cuando en
realidad solo estamos defendiendo nuestro derecho a establecer límites que nos
protejan.
Sin embargo, decir que no es un derecho, sobre todo si las
otras personas pretenden disponer de nuestro tiempo y recursos a su voluntad.
De hecho, a veces decir no es una cuestión de supervivencia psicológica, no de
egoísmo. Un no sincero también es una forma de demostrar respeto por la
persona, y siempre es preferible a dar un sí y luego no cumplir la palabra dada
teniendo que recurrir a excusas.
LAS 3 REGLAS DE ORO PARA DAR UNA NEGATIVA
1. Sé amable pero firme. Si decides dar una negativa, a la
otra persona debe quedarle clara. Para ello no es necesario que seas
desagradable,
puedes decir que no con un tono amable y declinar cualquier
invitación o propuesta con una sonrisa en los labios.
2. Explica brevemente tus razones. No inventes excusas ni
divagues demasiado porque parecerá que te sientes culpable, limítate a explicar
brevemente el porqué de tu negativa. Las personas se sienten mejor cuando
reciben una razón.
3. Sé humilde. Dar una negativa no debe hacer que te sientas culpable
3. Sé humilde. Dar una negativa no debe hacer que te sientas culpable
26 julio 2019
MADUREZ PSICOLÓGICA ES VIVIR EN PAZ CON LO QUE NO PODEMOS CAMBIAR
MADUREZ PSICOLÓGICA ES VIVIR EN PAZ CON LO QUE NO PODEMOS
CAMBIAR
La madurez psicológica se puede definir de muchas formas,
aunque quizá fue el escritor escocés M. J. Croan quien mejor resumió este
concepto: “La madurez es cuando tu mundo se abre y te das cuenta de que no
eres el centro de él”.
La madurez psicológica no llega, obligatoriamente, con el
paso de los años, es necesario realizar un profundo trabajo interior que muchas
veces implica una deconstrucción de nuestros patrones de pensamiento y formas
de ver el mundo. No se es más maduro porque pasen los años, se es más maduro
porque aprovechamos mejor las experiencias de la vida para comprendernos y
comprender el mundo.
¿Qué es la madurez psicológica – y qué no es?
La madurez psicológica no solo implica conocerse bien, sino
ser conscientes de que no somos el centro del universo y que necesitamos
coexistir con una realidad que a menudo va en contra de nuestros deseos y
esfuerzos.
Madurar significa dejar atrás nuestra visión egocéntrica
para comprender que existe un mundo más amplio y complejo, un mundo que a
menudo nos pondrá a prueba y que no siempre satisfará nuestras expectativas,
ilusiones y necesidades.
A pesar de ello – o quizá gracias a ello – cuando maduramos
somos capaces de vivir en paz en ese mundo, aceptando todo aquello que no nos
gusta pero que no podemos cambiar. Esta frase de Max Stirner resume
esa idea: “La persona madura difiere
del joven en que toma el mundo como es, sin ver por todas partes males que
corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender moldearlo a su ideal”.
Por tanto, la madurez psicológica no es simplemente
adaptarse al medio, la cultura y la sociedad – eso sería exactamente lo opuesto
de la madurez – sino encontrar la vía para ser auténticos tomando nota del
medio, la cultura y la sociedad en la que vivimos.
Negar la realidad: Un mecanismo de afrontamiento inmaduro
y desadaptativo
La negación es un mecanismo de defensa que implica
negar fervientemente la realidad, a pesar de que las evidencias y los hechos
nos muestren lo contrario. Generalmente este mecanismo se pone en marcha por
dos motivos: 1. Porque nos aferramos a unas ideas rígidas que no queremos
cambiar o, 2. Porque no contamos con los mecanismos psicológicos necesarios
para afrontar la situación.
En ambos casos, negar la realidad nos sirve para reducir la
ansiedad ante una situación que nuestro cerebro emocional ya ha catalogado como
particularmente inquietante o incluso amenazante. El problema es que la
realidad siempre nos gana la partida. No podemos escondernos eternamente de la
realidad.
Si un acosador violento nos aborda en medio de la calle, no
cerramos los ojos repitiéndonos mentalmente: “¡Esto no está ocurriendo!”.
Comprendemos que estamos en peligro y escapamos o pedimos ayuda. Sin embargo,
no reaccionamos de la misma manera en muchas otras situaciones de nuestra vida.
Cuando algo no nos gusta, nos decepciona o entristece, solemos activar el
mecanismo de negación.
Negar vehementemente los hechos no hará que cambien. Al contrario,
nos conducirá a tomar decisiones poco adaptativas que pueden terminar
causándonos más daño. Debemos tener claro que para adaptarnos a la realidad,
cambiarla o sacar provecho de ella, el primer paso es aceptarla.
La persona que ya ha alcanzado cierto grado de madurez
psicológica, al contrario, acepta la realidad, no con resignación sino con
inteligencia. En este sentido, el psiquiatra alemán Fritz Kunkel dijo que “ser
maduro significa encarar, no evadir, cada nueva crisis que viene”.
Madurez emocional: El arte de encontrar el equilibrio en
la adversidad
“Érase una vez un hombre a quien le alteraba tanto ver su
propia sombra y le disgustaban tanto sus propias pisadas que decidió librarse
de ellas.
“Se le ocurrió un método: huir. Así que se levantó y echó
a correr, pero cada vez que ponía un pie en el suelo había otra pisada,
mientras que su sombra le alcanzaba sin la menor dificultad.
“Atribuyó el fracaso al hecho de no correr
suficientemente deprisa. Corrió más y más rápido, sin parar, hasta caer muerto.
“No comprendió que le habría bastado con ponerse en un
lugar sombreado para que su sombra se desvaneciera y que, si se sentaba y se
quedaba inmóvil, no habría más pisadas”.
Esta parábola de Zhuangzi recuerda una frase de Ralph Waldo
Emerson: “La madurez es la edad en que uno ya no se deja engañar por sí
mismo”. El escritor se refería a ese momento en el cual somos plenamente
conscientes de los mecanismos psicológicos que ponemos en marcha para lidiar
con la realidad y proteger nuestro “yo”, a ese momento en el que nos percatamos
que la realidad puede ser difícil pero que nuestra actitud y perspectiva son
dos variables esenciales en esa ecuación.
Por eso, la madurez emocional pasa inevitablemente por el
autoconocimiento, implica conocer las zancadillas mentales que nos
ponemos para no avanzar, los mecanismos que usamos para evadirnos de la
realidad y las creencias erróneas que nos mantienen atados a pensamientos y
actitudes que no nos aportan nada o incluso nos dañan.
Ese conocimiento es básico para lidiar con los problemas y
obstáculos que nos plantea la vida. Por desgracia, hay personas que, como el
hombre de la historia, nunca llegan a alcanzar ese nivel de autoconocimiento y
terminan creando más confusión y problemas, alimentando la infelicidad y el caos
interior. Al fin y al cabo, podemos huir de muchas cosas, pero no podemos huir
de nosotros mismos. Y si no solucionamos nuestros conflictos interiores, los
reproduciremos allá donde estemos.
Alcanzar la madurez psicológica no implica aceptar
pasivamente la realidad asumiendo una postura resignada más parecida a la
triste rendición de la indefensión aprendida que a la serenidad, sino
ser capaces de mirar con otros ojos lo que sucede, aprovechando ese supuesto
golpe para consolidar nuestra resiliencia, conocernos mejor e incluso crecer.
La verdadera madurez emocional llega cuando practicamos
la aceptación radical, cuando miramos a los ojos la realidad y, en vez de
venirnos abajo, nos preguntamos: “¿Cuál es el próximo paso?”. Eso
significa que, aunque la realidad puede ser dolorosa, no nos quedamos atrapados
en el papel de víctimas sufriendo inútilmente, sino que protegemos
nuestro equilibrio mental adoptando una actitud proactiva.
¿Cómo desarrollar la madurez psicológica? Empieza por
reírte de ti mismo
William Arthur Ward dijo: “Cometer errores es humano y
tropezar es común; la verdadera madurez es ser capaz de reírse de sí mismo”.
Ser capaz de reírnos de nuestros antiguos temores porque ahora nos parecen
grotescos, de nuestras preocupaciones magnificadas y de esos obstáculos
“insalvables” que en realidad no lo eran, es una enorme muestra de crecimiento.
Un estudio desarrollado en la Universidad de Carolina del
Norte reveló que el sentido del humor está relacionado con la resiliencia y el
bienestar psicológico. Pero todo tipo de humor no vale, solo el humor que se
vierte sobre uno mismo, sobre nuestras experiencias de vida, está relacionado
con la madurez psicológica y tiene un enorme impacto en nuestros estados
emocionales negativos, aliviando la angustia. De hecho, varias investigaciones
han demostrado que el sentido del humor es una pieza clave para recuperarnos de
la adversidad.
Reirnos de nuestras viejas actitudes, creencias y reacciones
no solo significa que forman parte del pasado, sino que han dejado de tener
cualquier influjo emocional sobre nosotros. Esa capacidad para reírnos de
nosotros mismos también nos permite adoptar una actitud más desapegada y
acostumbrar a nuestro ego a los embates de la vida, de manera que no sea tan
susceptible y deje de percibir todo como un peligro ante el cual necesita
protegerse.
Al fin y al cabo, la madurez psicológica es un proceso de
crecimiento continuo que implica, por una parte, el autodescubrimiento
trascendental y por otra, la apertura al mundo. Solo así nos convertimos en
personas plenas que han hallado el sentido de su vida.
25 julio 2019
EL COSTO EMOCIONAL DE ESCONDER QUIÉN ERES
Psicología desarrollo personal
EL COSTO EMOCIONAL DE ESCONDER QUIÉN ERES
EL COSTO EMOCIONAL DE ESCONDER QUIÉN ERES
Vivimos en una sociedad que, aunque parece cada vez más
permisiva y liberal, sigue juzgando cada uno de nuestros actos, condicionando
así nuestro modo de ser y actuar. A veces esa presión social llega a ser
tan fuerte, que podemos sentirnos “obligados” a esconder quiénes somos,
características que nos definen pero que creemos que – por una u otra razón –
no encajan en el entorno donde nos desenvolvemos.
Psicólogos de la Universidad del Sur de Illinois nos alertan
de que mantener una identidad oculta tiene un alto costo emocional, un costo
que quizá no vale la pena pagar.
Los riesgos de esconder quién eres para intentar encajar
Tenemos dos identidades: una visible y otra oculta. Hay
cosas prácticamente imposibles de esconder que, de una u otra manera, conforman
nuestra identidad. Tal es el caso de nuestro origen étnico, el sexo y la
estatura. También hay características de personalidad que nos resultan
difíciles de ocultar, como la extroversión o la timidez. Todas esas
características, sumadas a aquellas que dejamos entrever sin problemas
conforman nuestra identidad visible, la que perciben los demás.
Sin embargo, también tenemos características que no queremos
sacar a la luz, como puede ser nuestra orientación sexual, determinados
problemas psicológicos, ciertas motivaciones o la pertenencia a grupos Políticos
o grupos religiosos minoritarios. Esas características conforman nuestra
identidad oculta.
Existen muchas razones que nos llevan a querer ocultar
algunos aspectos de nuestra identidad. Podemos pensar, por ejemplo, que quienes
conforman nuestra red social nos rechazarán si supieran la verdad, o quizá solo
queremos evitar conflictos porque sabemos que piensan de manera diferente.
Quizá nos sentimos obligados a ocultar ciertos aspectos de nuestra identidad
porque representan un estigma a nivel social o simplemente porque queremos
seguir disfrutando de ciertos privilegios que estarían vetados para nuestra
auténtica identidad.
Sin embargo, un estudio realizado en la Universidad del Sur
de Illinois reveló que las personas con “estigmas” visibles – como puede ser el
género, la raza o una discapacidad según el contexto cultural en que se
desenvuelven – siempre están expuestas, por lo que se ven obligadas a
prepararse psicológicamente para gestionar esas interacciones sociales nocivas.
Eso significa que, si bien esas personas se exponen a un
mayor número de conflictos, también desarrollan más herramientas para afrontar
la adversidad, de manera que al final, esas características supuestamente
negativas se convierten en un aliciente para crecer emocionalmente y
desarrollar la resiliencia. Aunque parece paradójico, lo que inicialmente era
una desventaja, se transforma en una situación que genera ventajas añadidas.
Las personas con “estigmas” que se pueden ocultar, como
puede ser la depresión o la orientación sexual, tienen la posibilidad de esconder
esas características y pasar como uno más para encajar en el grupo y evitar las
consecuencias negativas. Sin embargo, ocultar partes de la identidad puede
llegar a ser extremadamente agotador porque nos vemos obligados a usar
continuamente una especie de disfraz o máscara social, lo cual demanda un
enorme “trabajo emocional”.
Tener una identidad oculta nos obliga a estar en guardia en
todo momento, atentos a lo que decimos o no decimos, a que nuestras actitudes
no desvelen lo que queremos ocultar. Eso nos aboca a una “actuación
superficial” en la que intentamos adaptarnos lo más posible a los demás, lo
cual hará que experimentemos una sensación de falta de autenticidad.
En algunos casos, cuando los rasgos que escondemos son
pilares esenciales de nuestra identidad, podemos llegar a sentir que somos un
“fraude”, lo cual terminará minando nuestra autoconfianza y autoestima. El
hecho de ocultar una parte de nosotros, de cierta forma, también indica que
usamos la vara de medir de los demás y que no aceptamos plenamente esa
característica. A la larga, para evitar los conflictos con los demás,
desarrollamos conflictos internos. Ya lo había dicho Rita Mae Brown: “La
recompensa por la conformidad es gustarle a todo el mundo excepto a ti”.
Estos psicólogos advierten: “ocultar la identidad puede
hacer que nos sintamos socialmente aislados, deprimidos y ansiosos, afectando
nuestro rendimiento y salud”. De hecho, aunque ocultamos ciertas cosas para
encajar en el grupo, en el fondo sabemos que no encajamos plenamente, por lo
que podemos sentirnos aún más aislados, aunque resulte paradójico.
La “explosión” por agotamiento emocional
Según la investigación, es probable que terminemos sacando a
la luz esa identidad oculta debido al agotamiento emocional que experimentamos.
La tensión que se genera por ocultar esos rasgos termina causando un estado
de agotamiento psicológico que nos hace “explotar”.
En ese caso, lo más probable es que desvelemos nuestra
identidad oculta de la peor manera posible, confirmando así nuestros mayores
temores, ya que ese acto no estará marcado por la madurez psicológica sino
por el resentimiento, la ira y la tensión. Culparemos a los demás por habernos
“obligado” a ocultar lo que somos, lo cual solo ahondará aún más la brecha.
También seremos más propensos a revelar esos rasgos ocultos
si solemos mantenernos en contacto con nuestras emociones. Si tenemos una
elevada Inteligencia Emocional, es menos probable que ocultemos rasgos
importantes de nuestra personalidad ya que seremos capaces de gestionar los
posibles conflictos y discrepancias que surjan.
Otra condición para revelar los rasgos ocultos es la
importancia que le concedemos a mantener un sentido de la identidad bien
integrado. Si para nosotros la congruencia es un valor importante, la disonancia
que experimentamos ocultando partes de nuestra identidad es tan grande que nos
llevará a revelar – más temprano que tarde – esos rasgos.
Culturas intolerantes promueven identidades ocultas
Por desgracia, aún existen contextos en los que algunas personas
se ven abocadas a ocultar algunos rasgos de su identidad. De hecho, estos
investigadores confirmaron que la apertura social, la tolerancia y la
posibilidad de expresar los verdaderos sentimientos son determinantes para que
una persona decida revelar su identidad oculta.
Si el entorno no es favorable, es muy difícil ser auténtico.
No es casual que Ralph Waldo Emerson escribiera que “el mayor logro en
la vida es ser uno mismo, en un mundo que está constantemente tratando de
hacerte alguien diferente”, simplemente porque quiere que todos encajemos
en unos moldes predeterminados.
Al contrario, una cultura que acepta la expresión individual
favorece que sus miembros sean auténticos y permite normalizar las identidades
ocultas. Esa cultura necesita aceptar que todos somos diferentes, que no nos
gustan las mismas cosas, que no opinamos de la misma manera y, sobre todo, que
no aspiramos a lo mismo.
El único límite es aquel en el que la libertad de uno invada
la libertad del otro. Esa cultura de auténtica aceptación redunda en un bien
para todos porque la autenticidad implica riqueza y diversidad, el terreno
fértil para que todos podamos crecer y aprender de los demás.
Una cultura que condena a los miembros diferentes y los
segrega es una cultura que se autofagocita y se condena al empobrecimiento
intelectual y emocional. En esa cultura, el problema no reside en las personas
que luchan por vencer sus miedos e intentan mostrarse al mundo por lo que son,
reside en los grupos y mecanismos de opresión que son alimentados por
prejuicios y se muestran reacios al cambio.
La libertad no significa nada, a menos que puedas ser
auténtico
El miedo a ser rechazados nos paraliza, empequeñece e
incluso hace que nos olvidemos de quienes somos realmente, convirtiéndonos en
una triste sombra de lo que podríamos haber sido. Cuando algo que forma parte
de nuestro ser no nos deja ser, tenemos un problema que necesitamos resolver cuanto
antes.
Expresar nuestra verdadera identidad puede ser un proceso
desafiante, pero a la larga nos sentiremos más satisfechos con nosotros mismos,
menos ansiosos y deprimidos e incluso podríamos encontrar más apoyo social, o
al menos un apoyo más genuino, un apoyo a nuestro verdadero “yo” y no a la
máscara social que habíamos construido.
Para dar ese paso, en realidad el mayor obstáculo que
debemos superar son las inseguridades que hemos ido alimentando en nuestro
interior.
La clave radica en preguntarnos si necesitamos más energía
para ocultar que para revelar nuestro verdadero ser. Si el costo emocional que
estamos pagando por ocultar nuestra identidad realmente vale la pena.
Enfrentarnos a esos miedos puede ser extremadamente liberador e incluso puede cambiar
la realidad que nos rodea.
Aunque quizá todo puede resumirse en esta genial frase de Fritz Perls,
quien sabía en primera persona lo que es pertenecer a un grupo marginado,
cuando dijo: “Sé quién eres y di lo que sientes, porque aquellos que se molestan
no importan y los que importan no se molestarán”.
23 julio 2019
LAS TERRIBLES CONSECUENCIAS DE LA INDIFERENCIA
psicología desarrollo
personal
* LAS TERRIBLES CONSECUENCIAS DE LA
INDIFERENCIA
A veces, la indiferencia y la frialdad hacen más daño que una aversión declarada”. De hecho, no hay nada más desconcertante y dañino que sentir un vacío emocional, sobre todo si este proviene de personas que nos resultan significativas. Tampoco es casualidad que la indiferencia emocional esté catalogada como una de las formas de violencia encubiertas y sea penalizada por la ley, sobre todo en el caso de la educación de los niños. Pero ¿por qué la indiferencia es tan dañina?
¿Qué sucede cuándo somos víctimas
de la indiferencia?
1. Abre una puerta al desconcierto. Por muy poco que esperemos de los demás, por muy
bajas que sean nuestras expectativas, siempre esperamos que las personas que nos rodean reaccionen de alguna
forma ante nuestras necesidades y emociones. Por eso, cuando no obtenemos una
respuesta, nos sentimos desconcertados e intranquilos. La inacción y la indiferencia
nos afectan porque desestructuran nuestra manera de comprender el mundo y las
relaciones sociales, lo cual nos genera incertidumbre y desasosiego.
2. Aumenta la inseguridad personal. Cuando otra persona nos pasa por alto, dejamos de
recibir una retroalimentación. Por tanto, no logramos comprender qué piensan de
nosotros y tampoco sabemos cómo reaccionar. Debemos recordar que las relaciones
interpersonales son como un refinado baile de movimientos en el cual nos vamos
ajustando en dependencia de las respuestas del otro. Además, en la infancia,
conformamos nuestra autoimagen en base a la imagen que los demás tienen de
nosotros por lo que, si solo obtenemos como respuesta la indiferencia, es
probable que nos sintamos muy inseguros.
3. Provoca una baja autoestima. En realidad, la indiferencia no es una ausencia de
respuesta, la indiferencia también transmite un mensaje y este nos indica que
somos "demasiado poco" como para generar una reacción intensa en los
demás. Obviamente, cuando esta situación se repite a lo largo de los años,
suele repercutir en nuestra autoestima, haciendo que nos menospreciemos.
4. Incrementa el nivel de
ansiedad. Tener que descifrar en todo
momento lo que la otra persona siente o piensa es muy estresante. Es mucho más
fácil saber que una persona reacciona de manera agresiva ante determinados
comportamientos y que brinda afecto en ciertas circunstancias. La indiferencia
nos obliga a buscar continuamente respuestas y ese proceso puede ser muy
agotador, mucho más que lidiar con alguien permanentemente enfadado o
deprimido.
5. Potencia la sensación de
soledad. La indiferencia es el vacío por
lo que no es extraño que provoque una profunda sensación de soledad, sobre todo
si esta proviene de figuras que deberían profesarnos cariño, como pueden ser
los padres, los hijos o la pareja. Y la soledad es el preludio
de múltiples problemas, tanto a nivel psicológico como físico.
¿Cómo lidiar con la indiferencia?
No
podemos obligar a las personas a que nos traten de una manera diversa y abandonen
su actitud indiferente. Sin embargo, cuando se trata de alguien realmente
importante y significativo para nosotros, podemos esforzarnos por conocerle
mejor y poner en práctica comportamientos que hagan resonancia con su sistema
emocional.
En
muchas ocasiones las personas que se muestran indiferentes lo hacen porque
otras, a su vez, lo han hecho con ellas. La indiferencia es la única manera de
relacionarse que conocen. Otras veces se comportan de esta manera porque temen
implicarse demasiado emocionalmente y salir heridas. En ese caso, el secreto
radica en demostrarles que eres una persona de fiar, que no les defraudarás.
Sin embargo, en
algunos casos la mejor estrategia consiste en establecer una distancia de
seguridad y rodearte de personas positivas que realmente te valoren por tus
cualidades y te hagan sentir bien. Recuerda que no puedes elegir a tu familia,
pero sí a tus amigos y, sobre todo, no olvides que solo tú tienes el poder para
darles poder sobre ti.
22 julio 2019
TEORÍA DEL ETIQUETADO: ¿CÓMO LAS ETIQUETAS QUE PONEMOS CAMBIAN NUESTRA REALIDAD?
psicología / Desarrollo
Personal
TEORÍA DEL ETIQUETADO: ¿CÓMO LAS ETIQUETAS QUE PONEMOS
CAMBIAN NUESTRA REALIDAD?
“Sé curioso, no crítico”,
escribió Walt Whitman. La vida no es ni buena ni mala. Donde algunos ven un
problema, otros pueden encontrar una oportunidad. Cada vez que etiquetamos los
eventos, los convertimos en buenos o malos. Cada vez que juzgamos lo que nos sucede,
emprendemos una batalla contra la realidad en la que casi siempre tendremos las
de perder.
Las etiquetas, ese mecanismo de reacción rudimentario con
el que limitamos la realidad
Las etiquetas pueden llegar a
ser tan útiles que nos resulta difícil escapar de ellas. En algunas situaciones
nos facilitan la vida ya que se convierten en puntos cardinales, un sistema de
orientación rápido que activa los mecanismos de respuesta que hemos aprendido
sin tener que pensar demasiado. Son como un disparador simplificado que conecta
una realidad compleja con una respuesta sencilla.
Nuestra profunda adhesión a las
etiquetas proviene, en gran medida, de nuestra necesidad de sentirnos seguros y
controlar nuestro entorno. Una etiqueta es una respuesta rápida que nos hace
sentir que tenemos el control, aunque no sea más que una percepción ilusoria.
Si hemos etiquetado a una
persona como “tóxica”, no necesitamos más, intentaremos mantenernos alejados de
ella. Si hemos etiquetado una situación como “indeseable” haremos todo lo
posible por escapar de ella. No necesitamos más.
El problema es que el mundo no
es tan sencillo. Cada vez que colocamos una etiqueta estamos reduciendo la
riqueza de aquello que etiquetamos. Cuando clasificamos los sucesos como
“buenos” o “malos”, dejamos de percibir la imagen completa. Como dijera Søren
Kierkegaard: “Cuando me etiquetas, me niegas”, porque cada vez que
etiquetamos a alguien negamos su riqueza y complejidad.
La Teoría del Etiquetado: ¿Cómo las etiquetas que usamos
dan forma a nuestra realidad?
Los psicólogos comenzaron a
estudiar las etiquetas en la década de 1930, cuando el lingüista Benjamin Whorf
propuso la hipótesis de la relatividad lingüística. Creía que las palabras
que usamos para describir lo que vemos no son meras etiquetas, sino que
terminan determinando lo que vemos.
Décadas más tarde, la psicóloga
cognitiva Lera Boroditsky lo demostró con un experimento. Pidió a personas de
lengua madre inglés o ruso que distinguieran entre dos tonos de azul muy
similares, pero sutilmente diferentes. En inglés, existe solo una
palabra para el color azul, pero los rusos dividen automáticamente el espectro
de azul en azules más claros (goluboy) y azules más oscuros
(siniy). Curiosamente, quienes hablaban ruso distinguieron más rápido la
diferencia entre los dos tonos, mientras que a las personas que hablaban inglés
les costaba mucho más.
Las etiquetas no solo dan forma
más a nuestra percepción del color, sino que también cambian la manera en que
percibimos situaciones más complejas. Un estudio clásico realizado en la Universidad
de Princeton mostró el enorme alcance de las etiquetas.
Estos psicólogos mostraron a un
grupo de personas un vídeo de una niña jugando en un barrio humilde de bajos
ingresos y a otro grupo le mostraron a la misma niña, jugando de la misma
manera, pero en un barrio de clase media-alta acomodada. En el vídeo también se
hacían preguntas a la niña, algunas las respondía bien, en otras se equivocaba.
Darley y Gross descubrieron que
las personas usaron la etiqueta de estatus socioeconómico un índice de la
capacidad académica. Cuando la niña fue etiquetada como “clase media”, las
personas creían que su desempeño cognitivo era mejor. Esto nos revela que una
simple etiqueta, aparentemente inocua y objetiva, activa una serie de prejuicios
o ideas preconcebidas que terminan determinando nuestra imagen de las personas
o la realidad.
El problema va mucho más allá,
las implicaciones del etiquetado son inmensas, como demostraron Robert
Rosenthal y Lenore Jacobson. Estos psicólogos educativos comprobaron que si los
profesores creen que un niño tiene menos capacidad intelectual – aunque no sea
cierto – le trataran como tal y ese niño terminará obteniendo peores
calificaciones, no porque carezca de las habilidades necesarias sino
simplemente porque han recibido menos atención durante las clases. Es una
profecía que se autocumple: cuando creemos que algo es real, podemos
convertirlo en real con nuestras actitudes y comportamientos.
Nadie es inmune al influjo de
las etiquetas. La teoría del etiquetado indica que nuestra identidad y
comportamientos están determinados o influenciados por los términos que
nosotros mismos o los demás utilizan para describirnos.
Las etiquetas dicen más de quien etiqueta, que de quien
es etiquetado
Toni Morrison, la escritora
estadounidense, ganadora de un Premio Pulitzer y Premio Nobel de Literatura,
escribió: “Las definiciones pertenecen a los definidores, no a los definidos”.
Cada etiqueta que colocamos, con el objetivo de limitar a los demás, en
realidad restringe nuestro mundo. Cada etiqueta es la expresión de nuestra
incapacidad para lidiar con la complejidad y la incertidumbre, con lo
inesperado y lo ambivalente.
De hecho, solemos recurrir a
las etiquetas cuando la realidad es tan compleja que nos desborda psicológicamente,
o cuando no contamos con las herramientas cognitivas para valorar en su justa
medida lo que está sucediendo.
Desde esta perspectiva, cada
etiqueta es como un túnel que nos cierra la visión a una realidad más vasta,
amplia y compleja. Y si no tenemos una perspectiva global de lo que está
ocurriendo, no podremos responder de manera adaptativa. En ese momento dejamos
de responder ante la realidad para comenzar a responder ante la imagen sesgada
de la realidad que hemos construido en nuestra mente.
Las etiquetas flexibles disminuyen nuestro nivel de
estrés
Usar términos fijos para
describir a las personas o a nosotros mismos no solo es limitante, sino también
estresante. Al contrario, pensar en la identidad de manera más flexible
disminuirá nuestro nivel de estrés, como indicaron psicólogos de la Universidad
de Texas.
El estudio, llevado a cabo con
estudiantes, reveló que aquellos que creían que la personalidad podía cambiar,
tanto la suya como la de los compañeros que etiquetaron, se estresaban menos en
situaciones de exclusión social y, al final del año, se habían enfermado menos
que las personas que solían aplicar etiquetas fijas.
Tener una visión más flexible
del mundo nos permite adaptarnos con mayor facilidad a los cambios, de manera
que nos estresaremos mucho menos. Además, comprender que todo puede cambiar –
nosotros mismos o las personas – evitará que caigamos en los brazos del
fatalismo, de manera que podremos desarrollar una visión más optimista de la
vida.
¿Cómo escapar de las etiquetas?
Necesitamos recordar que
“bueno” y “malo” son dos lados de una misma moneda. Hasta que no lo entendamos,
nos quedaremos atrapados en el pensamiento dicotómico, víctimas de las
etiquetas que nosotros mismos ponemos.
También necesitamos entender
que, si alguien hace algo mal desde nuestro punto de vista, no significa que
sea una mala persona, sino simplemente una persona que hizo algo que no se
corresponde con nuestro sistema de valores.
Recordemos que “a veces es
la gente de la que nadie espera nada, hace cosas que nadie puede imaginar”,
como dijo Alan Turing. Porque a veces, solo debemos abrirnos a las
experiencias, sin ideas preestablecidas, y dejar que esta nos sorprenda.
20 julio 2019
EL CONSEJO DE NIETZSCHE: QUE LA PRISA POR HACER, NO NOS IMPIDA SER
psicología desarrollo personal
EL CONSEJO DE NIETZSCHE: QUE LA PRISA POR HACER, NO NOS
IMPIDA SER
“La gente vive para el
presente, con mucha prisa y de una forma irresponsable: y a eso le llama
‘libertad’”, escribió Friedrich Nietzsche a finales del siglo XIX. Si el
filósofo hubiera sido testigo de la prisa contemporánea probablemente habría
dicho que estamos locos – a secas – y se hubiera retirado a vivir en el bosque,
como Thoreau, para recuperar la necesaria calma que demandan la reflexión y la
introspección.
Lo cierto es que la prisa se ha
convertido en una condición sine qua non de la modernidad, de
manera que nuestra vida suele transcurrir en un frenesí de actividades
supuestamente imparables, ineludibles e inalienables. En ese mundo, la pausa es
un lujo. Demorarse, una virtud perdida en los recovecos de la memoria. Y
mientras centramos nuestra mirada en el hacer, nos olvidamos del ser.
La prisa nos aleja de nosotros mismos
La velocidad con que vivimos no
es más que una ilusión sustentada en la creencia de que nos ahorra tiempo
cuando en realidad la prisa y la rapidez lo aceleran. Vivimos en un estado perenne
de “estimulación violenta y compleja de los sentidos, que nos hace
progresivamente menos sensibles y, así, más necesitados de una estimulación aún
más violenta. Anhelamos la distracción, un panorama de visiones, sonidos,
emociones y excitaciones en el que debe amontonarse la mayor cantidad de cosas
posible en el tiempo más breve posible […] Y a pesar de la tensión nerviosa,
estamos convencidos de que el sueño es una pérdida de tiempo valioso y seguimos
persiguiendo esas fantasías hasta altas horas de la noche”, escribió
Alan Watts.
No nos percatamos que, mientras
corremos de un lado a otro nos perdemos la vida. Así caemos en una
contradicción: cuanto más pretendemos aferrar la vida a través de la
aceleración, más se nos escapa. Víctimas de la prisa, no tenemos tiempo para
mirar dentro, nos desdoblamos para funcionar en modo automático y poder con
todo. Y esa forma de vivir se convierte en un hábito tan arraigado que no
tardamos en desconectarnos de nuestro “yo”.
Nietzsche lo resumió
magistralmente: “la prisa es universal porque todo el mundo está huyendo de
sí mismo”. Cualquier intento de volver a reconectar, impulsado por la calma
y la demora, nos atemoriza, por lo que buscamos refugio en la prisa, inventamos
nuevas cosas que hacer, nuevos compromisos por cumplir, nuevos proyectos en los
cuales enrolarnos, con la esperanza de que nos devuelvan al estado de sopor
preconsciente, porque no sabemos qué vamos a encontrar en ese ejercicio de
instrospección, no sabemos si la persona en la que nos hemos convertido nos
gustará. Y eso asusta. Mucho.
La introspección exige demora
No es fácil desaprender algunos
de los hábitos que hemos desarrollado. Víctimas de la impaciencia, consumidos
por el incesante tic-tac del reloj, hemos aprendido a llenar nuestra agenda y
sentirnos orgullosos de ello. Condensamos experiencias en el menor tiempo
posible para hacer más, como si la vida se resumiera a una competición en la
que gana quien complete más tareas.
Sin embargo, si nos detenemos
apenas un segundo y lo pensamos bien, la prisa en la que vivimos no responde casi
nunca a cosas realmente importantes y urgentes, sino que se debe a los
requerimientos de un modo de vida que intenta por todos los medios mantenernos
distraídos y ocupados la mayor cantidad de tiempo posible. La prisa actual
consiste en llenarnos la vida con actividades febriles y velocidad, de manera
que no quede tiempo para afrontar las verdaderas cuestiones, lo esencial.
¿Cuál es el antídoto?
Nietzsche, quien llegó a
calificar la prisa como “indecorosa”, señaló los pilares imprescindibles para
sentar las bases que nos permitan vivir de manera más calmada y plena,
convirtiendo la propia vida en una obra de arte que se disfruta con esmero y
lentitud.
En “El crepúsculo de los
ídolos” señaló: “ Se ha de aprender a ver y se ha de aprender a
pensar […] Aprender a ver implica habituar el ojo a la calma, a la paciencia, a
dejar que las cosas se nos acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a
abarcar el caso particular desde todos los lados”.
Nietzsche explicaba que debemos
aprender a “no responder inmediatamente a un estímulo, sino a controlar los
instintos que ponen trabas, que nos aíslan”, ser capaces de aplazar las
decisiones y acciones. En el extremo contrario ubicaba a quienes eran incapaces
de oponer resistencia a un estímulo, aquellos que reaccionaban y seguían los
impulsos, considerando que esa prisa por responder “es un síntoma de
enfermedad, decadencia y agotamiento”.
Con estas líneas Nietzsche nos
invita a hacer las necesarias pausas para reflexionar, de manera sosegada,
permitiendo que la realidad se desvele poco a poco, siendo conscientes de que
la razón exige demoramientras que la prisa funciona a base de prejuicios e
ideas preconcebidas.
Aunque el pensamiento rápido
puede ser adaptativo en ciertas circunstancias, la falta de reflexión y de sosiego
nos aboca a la irracionalidad y a las malas decisiones. Precisamente por ello,
la lentitud puede llegar a ser tremendamente subversiva en el mundo actual:
necesitamos ir más despacio para poder vivir, para poder pensar, para poder
decidir por nosotros mismos qué queremos – y qué no queremos.
Es en esos instantes de calma y
paciencia es cuando emerge el sentido de la vida. Ese “dejar que las cosas
se nos acerquen” al que se refiere Nietzsche es un intervalo de tiempo
precioso entre el hecho y nuestra reacción, entre el pensamiento y el acto, una
especie de “vacío” que puede llenarse inesperadamente con la existencia plena.
Así, y solo así, podremos hacer las paces con nosotros mismos. Aprenderemos a
disfrutar de la compañía de ese “yo” que habíamos descuidado y ya no tendremos
la necesidad de huir de nosotros mismos.
Fuente: Nietzsche, F.
(2001) El crepúsculo de los ídolos. Madrid: Alianza Editorial.
19 julio 2019
LA LEY DEL DESAPEGO
Psicología/Desarrollo Personal
LA LEY DEL DESAPEGO:
“El mundo está lleno de sufrimientos; la raíz del sufrimiento es el apego; la supresión del sufrimiento es la eliminación del apego”. Buda
LA LEY DEL DESAPEGO:
“El mundo está lleno de sufrimientos; la raíz del sufrimiento es el apego; la supresión del sufrimiento es la eliminación del apego”. Buda
- ¿Dónde están sus muebles? –
preguntó el turista.
Y el sabio también preguntó: -
¿Y dónde están los suyos?
- ¿Los míos? – se sorprendió el
turista - ¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso!
- Yo también… – concluyó el
sabio.
Esta fábula representa a la
perfección uno de los pilares del budismo, filosofía de la cual ha bebido en
los últimos tiempos la Psicología: el desapego, que se convierte en una de las
principales vías para alcanzar la tranquilidad espiritual, el bienestar y la
felicidad. No obstante, también es uno de los mandamientos más difíciles de
seguir.
El apego es una expresión de inseguridad
La ley del desapego nos indica
que debemos renunciar a nuestro apego a las cosas, lo cual no significa que
renunciemos a nuestras metas, no renunciamos a la intención sino más bien al
interés por el resultado. A primera vista, puede parecer una nimiedad o un
cambio insustancial, pero en realidad, se trata de una transformación colosal
en nuestra forma de comprender el mundo y en nuestra manera de vivir.
De hecho, en el mismo momento
en que renunciamos al interés por el resultado, nos desligamos del deseo, que a
menudo confundimos con la necesidad y que nos conduce a perseguir metas que
realmente no nos satisfacen. En ese momento, adoptamos una actitud más relajada
y, a pesar de que puede parecer un contrasentido, nos resulta más fácil
conseguir lo que deseamos. Esto se debe a que el desapego sienta sus bases en
la confianza en nuestras potencialidades, mientras que el apego se basa en el
miedo a la pérdida y la inseguridad.
Cuando nos sentimos inseguros,
nos apegamos a las cosas, a las relaciones o a las personas. Sin embargo, lo
curioso es que mientras más desarrollamos ese apego, más se acrecienta nuestro
miedo a la pérdida. Ese miedo no solo afecta nuestra estabilidad emocional,
sino que también nos puede llevar a crear patrones de comportamiento
disfuncionales.
Por ejemplo, podemos
desarrollar un apego enfermizo a las cosas, como las personas que no pueden
vivir sin su smartphone e incluso sufren alucinaciones
auditivas provocadas por el hábito de estar siempre pendientes de la próxima
llamada o mensaje. Por supuesto, también podemos caer en patrones relacionales
dañinos, que ahoguen a la persona que amamos y terminen dañando profundamente
la relación o incluso rompiéndola.
Sin embargo, el desapego
predica otra forma de relacionarse, implica no depender de lo que tenemos o de
esa persona con la cual hemos establecido vínculos afectivos. Es importante
comprender que el desapego no significa no amar, sino ser autónomos, liberarnos
del miedo a la pérdida para comenzar a disfrutar realmente de lo que tenemos o
de la persona que amamos. El desapego no significa dejar de disfrutar y
experimentar placer sino todo lo contrario, comenzar a vivir de forma más
plena, porque nuestras experiencias dejan de estar ensombrecidas por el temor a
la pérdida.
La incertidumbre como camino
El apego es el producto de una
conciencia de pobreza, que se centra en los símbolos. De hecho, para el
budismo, la vivienda, la ropa, los coches y los objetos en sentido general, son
símbolos transitorios, que vienen y van. Perseguir esos símbolos equivale a
esforzarse por atesorar el mapa, pero no implica disfrutar del territorio. Por
eso, terminamos sintiéndonos vacíos por dentro. En práctica, cambiamos nuestro
“yo” por los símbolos de ese “yo”.
¿Por qué perseguimos esos
símbolos? Básicamente, porque nos han hecho pensar que en las posesiones
materiales radica la seguridad. Pensamos que al tener una casa y ganar mucho
dinero, nos sentiremos seguros. De hecho, hay quienes piensan: “Me sentiré
seguro cuando tenga X cantidad de dinero. Entonces seré libre económicamente y
podré hacer lo que me gusta”. Sin embargo, lo curioso es que, en muchos
casos, mientras más dinero se posee, más inseguras se sienten las personas.
El problema radica en que
identificar la seguridad con las posesiones no es más que una señal de
inseguridad y, obviamente, la tranquilidad que pueden brindar es efímera.
Quienes buscan la seguridad, la persiguen durante toda su vida, sin llegar a
encontrarla.
Esto se debe a que buscar la
seguridad y la certeza no es más que un apego a lo conocido, un apego al
pasado. Lo conocido es simplemente una prisión construida a partir del
condicionamiento anterior. No prevé la evolución, y cuando no hay cambios,
simplemente aparece el caos, el estancamiento y la decadencia.
Al contrario, es necesario
afianzarse en la incertidumbre. Esta es terreno fértil para la creatividad y la
libertad ya que implica entrar en lo desconocido, un gran abanico de
posibilidades donde todo es nuevo. Sin la incertidumbre, la vida es tan solo
una repetición de los recuerdos, de las experiencias que ya hemos vivido. Por
tanto, nos convertimos en víctimas del pasado.
Cuando renunciamos al apego a
lo conocido, podemos adentrarnos en lo desconocido, abrazar la incertidumbre y
abrirnos a nuevas experiencias que alimentan nuestras ganas de vivir y nos
convierten en personas más felices.
Los problemas como oportunidades
La ley del desapego no nos
indica que no debemos tener metas. Cuando abrazamos el desapego no nos
convertimos en hojas movidas por el viento. De hecho, en el budismo las metas
son importantes para marcar la dirección en la que caminaremos. Sin embargo, lo
interesante es que entre el punto A y el punto B, existe incertidumbre, lo cual
significa un universo prácticamente infinito de posibilidades. Así, para
alcanzar nuestro objetivo, podemos seguir diferentes caminos y cambiar la
dirección cuando lo deseemos
Esta manera de comprender la
vida nos reporta otra ventaja: no forzar las soluciones a los problemas y
mantenernos atentos a las oportunidades. Cuando ponemos en práctica el
verdadero desapego, no nos sentimos obligados a forzar las soluciones de los
problemas, sino que somos pacientes y esperamos y, mientras lo hacemos,
encontramos las oportunidades.
De hecho, según el budismo,
cada problema encierra una oportunidad que conlleva a su vez algún beneficio.
Lo que sucede es que, con la mentalidad del apego, nos asustamos e intentamos
forzar la solución, de manera que la mayoría de las veces solo nos centramos en
la parte negativa del problema y desaprovechamos la oportunidad que esta
encierra.
Sin embargo, cuando creemos que
cada problema contiene la semilla de la oportunidad, nos abrimos a una gama
mucho más amplia de oportunidades. De esta forma, no solo sufriremos mucho
menos en la adversidad, sino que encontraremos más rápido la solución y esta
nos permitirá crecer como personas.
Recuerda que: “Todas
las cosas a las que te apegas, y sin las que estás convencido que no puedes ser
feliz, son simplemente tus motivos de angustia. Lo que te hace feliz no es la
situación que te rodea, sino los pensamientos que hay en tu mente…”Como colofón, te invito a leer estas frases budistas, una sabiduría ancestral que puedes poner en práctica para mejorar tu día a día y lograr un estado de plenitud.
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