31 julio 2019

REFLEXIÓN: EMPUJA LA VAQUITA

REFLEXIÓN: EMPUJA LA VAQUITA.

Había una vez un Maestro de la sabiduría que paseaba por el campo con su discípulo, cuando se encontraron con una humilde casa de madera que estaba habitada por una pareja y sus tres hijos. Todos iban pobremente vestidos, con ropa sucio y rota. Sus pies estaban descalzos y el entorno se notaba de una pobreza extrema.

El Maestro le preguntó al padre de familia cómo hacían para sobrevivir, ya que en aquel paraje no existían industrias ni comercio, ni se veía riqueza por ninguna parte. Con calma, el padre de familia le contestó: “Mire usted, nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona varios litros de leche cada dia. Una parte la vendemos y con el dinero compramos otras cosas, y la otra parte la usamos para consumo propio. De esta forma sobrevivimos “.
El Maestro agradeció la información, se despidió y se fue. Al alejarse le dijo a su discípulo: “busca la vaquita, llévala al precipicio y empújala al barranco “. El joven quedó espantado, ya que la vaquita era el único medio de subsistencia de aquella humilde familia. Pero pensó que su Maestro tendría sus razones y, con gran pesar, llevó a la vaquita al precipicio y la empujó. Aquella escena se quedó grabada en su mente durante muchos años.
Al cabo del tiempo, el discípulo, culpabilizado por lo que había hecho, decidió dejar al Maestro, volver a aquel lugar y disculparse con aquella familia a la que había hecho tanto daño. Al acercarse hacia aquel paraje vio que ahora había árboles, una preciosa casa, un automóvil aparcado y muchos niños jugando en un maravilloso jardín. El joven se sintió triste y desesperado al imaginar que aquella humilde familia hubiera tenido que venderlo todo para sobrevivir. Preguntó por la familia que vivía antes en aquel lugar y le contestaron que seguían allí, que no se habían marchado. Entró corriendo en la casa y se dio cuenta de que la habitaba la misma familia que antes. Entonces, le preguntó al padre de familia qué había pasado y éste, con una amplia sonrisa, le contestó: “Teníamos una vaquita que nos proporcionaba leche y con la que sobrevivíamos. Pero un afortunado día la vaquita se cayó por un precipicio y murió. En ese momento nos vimos obligados a hacer otras cosas, a desarrollar otras habilidades que nunca habíamos imaginado poseer. De esta forma comenzamos a prosperar y nuestra vida cambió “.
Todos nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona cosas básicas para sobrevivir, pero que nos hace dependientes de la rutina. Todo nuestro mundo se reduce a lo que la vaquita nos proporciona. Descubre cuál es tu vaquita.

UNA FÁBULA BUDISTA SOBRE EL PODER DE LOS DESEOS


LA ANCIANA MENDIGA
UNA FÁBULA BUDISTA SOBRE EL PODER DE LOS DESEOS
Durante la época de Buda, muchas personas iban a su templo para dejarle ofrendas. Pero vivía por entonces una anciana mendiga que no tenía nada para llevar. Y lo cierto es que deseaba tanto poder hacer una ofrenda que decidió pedir limosna un día y sacrificar su comida a cambio de unas pocas monedas. Con ellas compró una pequeña lámpara de aceite. El dinero no le daba para nada más.
Ilusionada, llegó al templo y encendió su lamparita. La colocó junto al resto, todas más grandes, y dijo en voz alta:
– Perdona, Buda, por no poder traerte nada más. Es todo lo que tengo, pero deseo que esta pequeña luz pueda ser bendecida con el don de la sabiduría para poder hacer felices a otros e iluminar su camino.
Durante esa noche, todas las lámparas se fueron apagando. Todas, menos una, la de la anciana. Uno de los discípulos de Buda, al ver a la mañana siguiente que estaba encendida, quiso apagarla. Pensó que no había razón para que estuviera encendida durante el día. Pero por más que intentó a pagarla, no lo consiguió. Ni soplando, ni apretando la mecha… La llama volvía a surgir de nuevo. Entonces se acercó Buda y le dijo:

– ¿Qué haces? – Intento apagar esta lámpara, pero no lo consigo…
– No lo lograrás nunca. Ni, aunque derrames sobre ella toda el agua del océano, ni aunque traigas hasta aquí el agua de todos los lagos. No podrás apagarla jamás.
– Pero… ¿por qué? - preguntó extrañado el discípulo.
– Porque esta lámpara fue encendida con el poder del amor, con la devoción y la ilusión, con la intención de hacer felices a otros.
Moraleja: ‘Cada vez que intentamos proporcionar felicidad a otros, nos proporcionamos felicidad a nosotros mismos’

27 julio 2019

APRENDER A DECIR “NO” PARA NO CEDER EN LA VIDA


psicología desarrollo personal APRENDER A DECIR “NO” PARA NO CEDER EN LA VIDA

Hay una buena razón por la que el “no” es una de las primeras palabras que aprendemos a pronunciar cuando somos pequeños. De hecho, los niños pasan por una fase de negativismo en la que suelen decir no a todo, por principio y sin valorar demasiados detalles. De esta forma reafirman su identidad. De hecho, descubrir la existencia del no y sus implicaciones es un gran acontecimiento para el niño ya que se da cuenta de que tiene derecho a decidir sobre su vida, aunque al inicio se trate solo de pequeñas decisiones.
Aprender a decir no también es importante para mantener nuestro equilibrio emocional. La vida nos plantea continuamente nuevos caminos que podemos emprender, nos tienta con opciones que a veces no son las más adecuadas para nosotros. En esos casos, decir no implica ser capaces de mantenerse en el camino que nos hemos trazado, centrados en nuestros objetivos.
Además, en ciertas ocasiones decir no es la única manera que tenemos para defender nuestros derechos y mantener a raya a personas que están dispuestas a vulnerar nuestra libertad, apropiándose de nuestro tiempo y actuando como auténticos vampiros emocionales.
En el ámbito profesional, manejar el arte de las negativas también es fundamental, sobre todo para que no nos sobrecarguen con tareas que no nos pertenecen y para no asumir compromisos que no podemos llevar a buen término. Obviamente, debemos aprender a decir no respetando a los demás y manteniendo buenas relaciones.
Establecer límites también es una expresión de amor propio
1. EL “NO” ROTUNDO
En algunas ocasiones encontrarás a personas que te proponen planes o hacen peticiones para las cuales conoces perfectamente tu respuesta: un no rotundo. Cuando tienes una decisión muy clara y sabes que lo que te están pidiendo o proponiendo no es para ti porque puede hacerte daño o vulnera tus valores, no temas a dar un no categórico.
Es cierto que decir no es complicado, pero debes recordar que, si algo no te gusta y puede lastimarte de alguna manera o hacerte sentir mal, no tienes por qué hacerlo. De hecho, a veces decir no es una expresión de amor propio, de respeto hacia uno mismo. Establecer límites no es negativo, es la expresión de una persona que sabe lo que quiere y que conoce perfectamente hasta dónde está dispuesta a llegar. Por otra parte, un no sincero, en vez de dar largas, también es una expresión de respeto hacia la otra persona ya que así le ahorraremos tiempo y le permitiremos reorientar rápidamente su búsqueda. Si no estamos dispuestos a hacer algo, es mejor decirlo inmediatamente.
2. EL “NO” A MEDIAS
No siempre es necesario decir que no, pero a veces no estamos dispuestos a llegar tan lejos como demanda la otra persona. De hecho, este tipo de situaciones son muy comunes en nuestra vida cotidiana y, a la larga, como terminamos cediendo, son las principales responsables de que nos involucremos en proyectos o relaciones que en realidad no nos apetecían.
En ese caso, puedes ofrecer un no a medias. Es decir, puedes decirle a esa persona que estás dispuesto a ayudarle en determinados aspectos, pero no en otros, que puedes satisfacerla solo hasta cierto punto, pero que no estás dispuesto a ir más allá.
Puedes aprovechar ese momento para indicar exactamente cuáles son tus límites y condiciones. A la otra persona le debe quedar clara tu postura respecto a su petición, para que después no reclame lo que no te comprometiste a hacer.
Otra posibilidad que brinda un no a medias es la negociación. Por ejemplo, es posible que no estés de acuerdo con la demanda inicial, pero si la otra persona cambia algunos detalles, podrías ceder. De hecho, se trata de una estrategia muy asertiva ya que de esta manera todos ganan.
3. EL “NO”, QUIZÁ MÁS TARDE
Si algo no te interesa, es mejor decirlo inmediatamente. De esta manera somos sinceros y respetuosos con la otra persona. Sin embargo, hay ocasiones en que simplemente no estamos dispuestos a aceptar determinada propuesta, al menos en ese momento, pero podríamos hacerlo más tarde.
En ese caso, lo más conveniente es no dejarse presionar y dejar claro que en ese momento no estamos disponibles, pero quizá más adelante podríamos involucrarnos en el proyecto o satisfacer la demanda. Vale aclarar que no se trata de darle largas al asunto porque no tenemos el coraje de dar un no rotundo, sino de dejar claro que nos interesa el tema porque no tenemos tiempo. Por ejemplo, una persona puede proponerte un proyecto profesional muy interesante pero tus problemas personales actuales o un proyecto que te consume mucho tiempo te impide aceptarlo. En ese caso, la propuesta realmente te interesa, pero no te puedes comprometer inmediatamente.
Lo más conveniente para ambas partes es pactar un plazo de tiempo prudencial, pasado el cual darás tu respuesta definitiva.
¿Por qué somos reacios a decir no?
- Porque tenemos miedo a ser vistos como una persona de mente cerrada y rígida ya que en nuestra sociedad se ha asociado el sí a una mayor flexibilidad y apertura, cuando en ocasiones solo esconde una profunda falta de carácter.
- Porque es un hábito que aprendimos de niños, cuando pensábamos que decir sí implicaba obtener la aprobación de los demás, sobre todo de los padres, que se enfurecían ante nuestras negativas.
- Porque tenemos miedo a quemar los puentes que dejamos detrás y cerrarnos una vía de escape que podría sernos útil en el futuro.
- Porque tenemos miedo a la reacción de los demás o a herirlos con nuestra negativa pues pensamos que no la encajarán bien.
- Porque nos preocupa que nos tachen de egoístas cuando en realidad solo estamos defendiendo nuestro derecho a establecer límites que nos protejan.
Sin embargo, decir que no es un derecho, sobre todo si las otras personas pretenden disponer de nuestro tiempo y recursos a su voluntad. De hecho, a veces decir no es una cuestión de supervivencia psicológica, no de egoísmo. Un no sincero también es una forma de demostrar respeto por la persona, y siempre es preferible a dar un sí y luego no cumplir la palabra dada teniendo que recurrir a excusas.
LAS 3 REGLAS DE ORO PARA DAR UNA NEGATIVA
1. Sé amable pero firme. Si decides dar una negativa, a la otra persona debe quedarle clara. Para ello no es necesario que seas desagradable,
puedes decir que no con un tono amable y declinar cualquier invitación o propuesta con una sonrisa en los labios.
2. Explica brevemente tus razones. No inventes excusas ni divagues demasiado porque parecerá que te sientes culpable, limítate a explicar brevemente el porqué de tu negativa. Las personas se sienten mejor cuando reciben una razón.
3. Sé humilde. Dar una negativa no debe hacer que te sientas culpable

26 julio 2019

MADUREZ PSICOLÓGICA ES VIVIR EN PAZ CON LO QUE NO PODEMOS CAMBIAR


MADUREZ PSICOLÓGICA ES VIVIR EN PAZ CON LO QUE NO PODEMOS CAMBIAR

La madurez psicológica se puede definir de muchas formas, aunque quizá fue el escritor escocés M. J. Croan quien mejor resumió este concepto: “La madurez es cuando tu mundo se abre y te das cuenta de que no eres el centro de él”.
La madurez psicológica no llega, obligatoriamente, con el paso de los años, es necesario realizar un profundo trabajo interior que muchas veces implica una deconstrucción de nuestros patrones de pensamiento y formas de ver el mundo. No se es más maduro porque pasen los años, se es más maduro porque aprovechamos mejor las experiencias de la vida para comprendernos y comprender el mundo.
¿Qué es la madurez psicológica – y qué no es?
La madurez psicológica no solo implica conocerse bien, sino ser conscientes de que no somos el centro del universo y que necesitamos coexistir con una realidad que a menudo va en contra de nuestros deseos y esfuerzos.
Madurar significa dejar atrás nuestra visión egocéntrica para comprender que existe un mundo más amplio y complejo, un mundo que a menudo nos pondrá a prueba y que no siempre satisfará nuestras expectativas, ilusiones y necesidades.
A pesar de ello – o quizá gracias a ello – cuando maduramos somos capaces de vivir en paz en ese mundo, aceptando todo aquello que no nos gusta pero que no podemos cambiar. Esta frase de Max Stirner resume esa idea: “La  persona madura difiere del joven en que toma el mundo como es, sin ver por todas partes males que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender moldearlo a su ideal”.
Por tanto, la madurez psicológica no es simplemente adaptarse al medio, la cultura y la sociedad – eso sería exactamente lo opuesto de la madurez – sino encontrar la vía para ser auténticos tomando nota del medio, la cultura y la sociedad en la que vivimos.
Negar la realidad: Un mecanismo de afrontamiento inmaduro y desadaptativo
La negación es un mecanismo de defensa que implica negar fervientemente la realidad, a pesar de que las evidencias y los hechos nos muestren lo contrario. Generalmente este mecanismo se pone en marcha por dos motivos: 1. Porque nos aferramos a unas ideas rígidas que no queremos cambiar o, 2. Porque no contamos con los mecanismos psicológicos necesarios para afrontar la situación.
En ambos casos, negar la realidad nos sirve para reducir la ansiedad ante una situación que nuestro cerebro emocional ya ha catalogado como particularmente inquietante o incluso amenazante. El problema es que la realidad siempre nos gana la partida. No podemos escondernos eternamente de la realidad.
Si un acosador violento nos aborda en medio de la calle, no cerramos los ojos repitiéndonos mentalmente: “¡Esto no está ocurriendo!”. Comprendemos que estamos en peligro y escapamos o pedimos ayuda. Sin embargo, no reaccionamos de la misma manera en muchas otras situaciones de nuestra vida. Cuando algo no nos gusta, nos decepciona o entristece, solemos activar el mecanismo de negación.
Negar vehementemente los hechos no hará que cambien. Al contrario, nos conducirá a tomar decisiones poco adaptativas que pueden terminar causándonos más daño. Debemos tener claro que para adaptarnos a la realidad, cambiarla o sacar provecho de ella, el primer paso es aceptarla.
La persona que ya ha alcanzado cierto grado de madurez psicológica, al contrario, acepta la realidad, no con resignación sino con inteligencia. En este sentido, el psiquiatra alemán Fritz Kunkel dijo que “ser maduro significa encarar, no evadir, cada nueva crisis que viene”.
Madurez emocional: El arte de encontrar el equilibrio en la adversidad 
“Érase una vez un hombre a quien le alteraba tanto ver su propia sombra y le disgustaban tanto sus propias pisadas que decidió librarse de ellas.
“Se le ocurrió un método: huir. Así que se levantó y echó a correr, pero cada vez que ponía un pie en el suelo había otra pisada, mientras que su sombra le alcanzaba sin la menor dificultad.
“Atribuyó el fracaso al hecho de no correr suficientemente deprisa. Corrió más y más rápido, sin parar, hasta caer muerto. 
“No comprendió que le habría bastado con ponerse en un lugar sombreado para que su sombra se desvaneciera y que, si se sentaba y se quedaba inmóvil, no habría más pisadas”. 
Esta parábola de Zhuangzi recuerda una frase de Ralph Waldo Emerson: “La madurez es la edad en que uno ya no se deja engañar por sí mismo”. El escritor se refería a ese momento en el cual somos plenamente conscientes de los mecanismos psicológicos que ponemos en marcha para lidiar con la realidad y proteger nuestro “yo”, a ese momento en el que nos percatamos que la realidad puede ser difícil pero que nuestra actitud y perspectiva son dos variables esenciales en esa ecuación.
Por eso, la madurez emocional pasa inevitablemente por el autoconocimiento, implica conocer las zancadillas mentales que nos ponemos para no avanzar, los mecanismos que usamos para evadirnos de la realidad y las creencias erróneas que nos mantienen atados a pensamientos y actitudes que no nos aportan nada o incluso nos dañan.
Ese conocimiento es básico para lidiar con los problemas y obstáculos que nos plantea la vida. Por desgracia, hay personas que, como el hombre de la historia, nunca llegan a alcanzar ese nivel de autoconocimiento y terminan creando más confusión y problemas, alimentando la infelicidad y el caos interior. Al fin y al cabo, podemos huir de muchas cosas, pero no podemos huir de nosotros mismos. Y si no solucionamos nuestros conflictos interiores, los reproduciremos allá donde estemos.
Alcanzar la madurez psicológica no implica aceptar pasivamente la realidad asumiendo una postura resignada más parecida a la triste rendición de la indefensión aprendida que a la serenidad, sino ser capaces de mirar con otros ojos lo que sucede, aprovechando ese supuesto golpe para consolidar nuestra resiliencia, conocernos mejor e incluso crecer.
La verdadera madurez emocional llega cuando practicamos la aceptación radical, cuando miramos a los ojos la realidad y, en vez de venirnos abajo, nos preguntamos: “¿Cuál es el próximo paso?”. Eso significa que, aunque la realidad puede ser dolorosa, no nos quedamos atrapados en el papel de víctimas sufriendo inútilmente, sino que protegemos nuestro equilibrio mental adoptando una actitud proactiva.
¿Cómo desarrollar la madurez psicológica? Empieza por reírte de ti mismo
William Arthur Ward dijo: “Cometer errores es humano y tropezar es común; la verdadera madurez es ser capaz de reírse de sí mismo”. Ser capaz de reírnos de nuestros antiguos temores porque ahora nos parecen grotescos, de nuestras preocupaciones magnificadas y de esos obstáculos “insalvables” que en realidad no lo eran, es una enorme muestra de crecimiento.
Un estudio desarrollado en la Universidad de Carolina del Norte reveló que el sentido del humor está relacionado con la resiliencia y el bienestar psicológico. Pero todo tipo de humor no vale, solo el humor que se vierte sobre uno mismo, sobre nuestras experiencias de vida, está relacionado con la madurez psicológica y tiene un enorme impacto en nuestros estados emocionales negativos, aliviando la angustia. De hecho, varias investigaciones han demostrado que el sentido del humor es una pieza clave para recuperarnos de la adversidad.
Reirnos de nuestras viejas actitudes, creencias y reacciones no solo significa que forman parte del pasado, sino que han dejado de tener cualquier influjo emocional sobre nosotros. Esa capacidad para reírnos de nosotros mismos también nos permite adoptar una actitud más desapegada y acostumbrar a nuestro ego a los embates de la vida, de manera que no sea tan susceptible y deje de percibir todo como un peligro ante el cual necesita protegerse.
Al fin y al cabo, la madurez psicológica es un proceso de crecimiento continuo que implica, por una parte, el autodescubrimiento trascendental y por otra, la apertura al mundo. Solo así nos convertimos en personas plenas que han hallado el sentido de su vida.

25 julio 2019

EL COSTO EMOCIONAL DE ESCONDER QUIÉN ERES

Psicología desarrollo personal                                                                              
EL COSTO EMOCIONAL DE ESCONDER QUIÉN ERES
Sé obediente. Estudia. Trabaja. Cásate. Ten, hijos. Hipotécate. Mira la tele. Pide préstamos. Compra muchas cosas. Y, sobre todo, no cuestiones jamás lo que te han dicho que tienes que hacer”, escribió el monologuista estadounidense George Carlin.
Vivimos en una sociedad que, aunque parece cada vez más permisiva y liberal, sigue juzgando cada uno de nuestros actos, condicionando así nuestro modo de ser y actuar. A veces esa presión social llega a ser tan fuerte, que podemos sentirnos “obligados” a esconder quiénes somos, características que nos definen pero que creemos que – por una u otra razón – no encajan en el entorno donde nos desenvolvemos.
Psicólogos de la Universidad del Sur de Illinois nos alertan de que mantener una identidad oculta tiene un alto costo emocional, un costo que quizá no vale la pena pagar.
Los riesgos de esconder quién eres para intentar encajar
Tenemos dos identidades: una visible y otra oculta. Hay cosas prácticamente imposibles de esconder que, de una u otra manera, conforman nuestra identidad. Tal es el caso de nuestro origen étnico, el sexo y la estatura. También hay características de personalidad que nos resultan difíciles de ocultar, como la extroversión o la timidez. Todas esas características, sumadas a aquellas que dejamos entrever sin problemas conforman nuestra identidad visible, la que perciben los demás.
Sin embargo, también tenemos características que no queremos sacar a la luz, como puede ser nuestra orientación sexual, determinados problemas psicológicos, ciertas motivaciones o la pertenencia a grupos Políticos o grupos religiosos minoritarios. Esas características conforman nuestra identidad oculta.
Existen muchas razones que nos llevan a querer ocultar algunos aspectos de nuestra identidad. Podemos pensar, por ejemplo, que quienes conforman nuestra red social nos rechazarán si supieran la verdad, o quizá solo queremos evitar conflictos porque sabemos que piensan de manera diferente. Quizá nos sentimos obligados a ocultar ciertos aspectos de nuestra identidad porque representan un estigma a nivel social o simplemente porque queremos seguir disfrutando de ciertos privilegios que estarían vetados para nuestra auténtica identidad.
Sin embargo, un estudio realizado en la Universidad del Sur de Illinois reveló que las personas con “estigmas” visibles – como puede ser el género, la raza o una discapacidad según el contexto cultural en que se desenvuelven – siempre están expuestas, por lo que se ven obligadas a prepararse psicológicamente para gestionar esas interacciones sociales nocivas.
Eso significa que, si bien esas personas se exponen a un mayor número de conflictos, también desarrollan más herramientas para afrontar la adversidad, de manera que al final, esas características supuestamente negativas se convierten en un aliciente para crecer emocionalmente y desarrollar la resiliencia. Aunque parece paradójico, lo que inicialmente era una desventaja, se transforma en una situación que genera ventajas añadidas.
Las personas con “estigmas” que se pueden ocultar, como puede ser la depresión o la orientación sexual, tienen la posibilidad de esconder esas características y pasar como uno más para encajar en el grupo y evitar las consecuencias negativas. Sin embargo, ocultar partes de la identidad puede llegar a ser extremadamente agotador porque nos vemos obligados a usar continuamente una especie de disfraz o máscara social, lo cual demanda un enorme “trabajo emocional”.
Tener una identidad oculta nos obliga a estar en guardia en todo momento, atentos a lo que decimos o no decimos, a que nuestras actitudes no desvelen lo que queremos ocultar. Eso nos aboca a una “actuación superficial” en la que intentamos adaptarnos lo más posible a los demás, lo cual hará que experimentemos una sensación de falta de autenticidad.
En algunos casos, cuando los rasgos que escondemos son pilares esenciales de nuestra identidad, podemos llegar a sentir que somos un “fraude”, lo cual terminará minando nuestra autoconfianza y autoestima. El hecho de ocultar una parte de nosotros, de cierta forma, también indica que usamos la vara de medir de los demás y que no aceptamos plenamente esa característica. A la larga, para evitar los conflictos con los demás, desarrollamos conflictos internos. Ya lo había dicho Rita Mae Brown: “La recompensa por la conformidad es gustarle a todo el mundo excepto a ti”.
Estos psicólogos advierten: “ocultar la identidad puede hacer que nos sintamos socialmente aislados, deprimidos y ansiosos, afectando nuestro rendimiento y salud”. De hecho, aunque ocultamos ciertas cosas para encajar en el grupo, en el fondo sabemos que no encajamos plenamente, por lo que podemos sentirnos aún más aislados, aunque resulte paradójico.
La “explosión” por agotamiento emocional
Según la investigación, es probable que terminemos sacando a la luz esa identidad oculta debido al agotamiento emocional que experimentamos. La tensión que se genera por ocultar esos rasgos termina causando un estado de agotamiento psicológico que nos hace “explotar”.
En ese caso, lo más probable es que desvelemos nuestra identidad oculta de la peor manera posible, confirmando así nuestros mayores temores, ya que ese acto no estará marcado por la madurez psicológica sino por el resentimiento, la ira y la tensión. Culparemos a los demás por habernos “obligado” a ocultar lo que somos, lo cual solo ahondará aún más la brecha.
También seremos más propensos a revelar esos rasgos ocultos si solemos mantenernos en contacto con nuestras emociones. Si tenemos una elevada Inteligencia Emocional, es menos probable que ocultemos rasgos importantes de nuestra personalidad ya que seremos capaces de gestionar los posibles conflictos y discrepancias que surjan.
Otra condición para revelar los rasgos ocultos es la importancia que le concedemos a mantener un sentido de la identidad bien integrado. Si para nosotros la congruencia es un valor importante, la disonancia que experimentamos ocultando partes de nuestra identidad es tan grande que nos llevará a revelar – más temprano que tarde – esos rasgos.
Culturas intolerantes promueven identidades ocultas
Por desgracia, aún existen contextos en los que algunas personas se ven abocadas a ocultar algunos rasgos de su identidad. De hecho, estos investigadores confirmaron que la apertura social, la tolerancia y la posibilidad de expresar los verdaderos sentimientos son determinantes para que una persona decida revelar su identidad oculta.
Si el entorno no es favorable, es muy difícil ser auténtico. No es casual que Ralph Waldo Emerson escribiera que “el mayor logro en la vida es ser uno mismo, en un mundo que está constantemente tratando de hacerte alguien diferente”, simplemente porque quiere que todos encajemos en unos moldes predeterminados.
Al contrario, una cultura que acepta la expresión individual favorece que sus miembros sean auténticos y permite normalizar las identidades ocultas. Esa cultura necesita aceptar que todos somos diferentes, que no nos gustan las mismas cosas, que no opinamos de la misma manera y, sobre todo, que no aspiramos a lo mismo.
El único límite es aquel en el que la libertad de uno invada la libertad del otro. Esa cultura de auténtica aceptación redunda en un bien para todos porque la autenticidad implica riqueza y diversidad, el terreno fértil para que todos podamos crecer y aprender de los demás.
Una cultura que condena a los miembros diferentes y los segrega es una cultura que se autofagocita y se condena al empobrecimiento intelectual y emocional. En esa cultura, el problema no reside en las personas que luchan por vencer sus miedos e intentan mostrarse al mundo por lo que son, reside en los grupos y mecanismos de opresión que son alimentados por prejuicios y se muestran reacios al cambio.
La libertad no significa nada, a menos que puedas ser auténtico
El miedo a ser rechazados nos paraliza, empequeñece e incluso hace que nos olvidemos de quienes somos realmente, convirtiéndonos en una triste sombra de lo que podríamos haber sido. Cuando algo que forma parte de nuestro ser no nos deja ser, tenemos un problema que necesitamos resolver cuanto antes.
Expresar nuestra verdadera identidad puede ser un proceso desafiante, pero a la larga nos sentiremos más satisfechos con nosotros mismos, menos ansiosos y deprimidos e incluso podríamos encontrar más apoyo social, o al menos un apoyo más genuino, un apoyo a nuestro verdadero “yo” y no a la máscara social que habíamos construido.
Para dar ese paso, en realidad el mayor obstáculo que debemos superar son las inseguridades que hemos ido alimentando en nuestro interior.
La clave radica en preguntarnos si necesitamos más energía para ocultar que para revelar nuestro verdadero ser. Si el costo emocional que estamos pagando por ocultar nuestra identidad realmente vale la pena. Enfrentarnos a esos miedos puede ser extremadamente liberador e incluso puede cambiar la realidad que nos rodea.
Aunque quizá todo puede resumirse en esta genial frase de Fritz Perls, quien sabía en primera persona lo que es pertenecer a un grupo marginado, cuando dijo: “Sé quién eres y di lo que sientes, porque aquellos que se molestan no importan y los que importan no se molestarán”.

23 julio 2019

LAS TERRIBLES CONSECUENCIAS DE LA INDIFERENCIA

psicología desarrollo personal                                                                               
* LAS TERRIBLES CONSECUENCIAS DE LA INDIFERENCIA

A veces, la indiferencia y la frialdad hacen más daño que una aversión declarada”. De hecho, no hay nada más desconcertante y dañino que sentir un vacío emocional, sobre todo si este proviene de personas que nos resultan significativas. Tampoco es casualidad que la indiferencia emocional esté catalogada como una de las formas de violencia encubiertas y sea penalizada por la ley, sobre todo en el caso de la educación de los niños. Pero ¿por qué la indiferencia es tan dañina?


¿Qué sucede cuándo somos víctimas de la indiferencia?
1. Abre una puerta al desconcierto. Por muy poco que esperemos de los demás, por muy bajas que sean nuestras expectativas, siempre esperamos que las personas que nos rodean reaccionen de alguna forma ante nuestras necesidades y emociones. Por eso, cuando no obtenemos una respuesta, nos sentimos desconcertados e intranquilos. La inacción y la indiferencia nos afectan porque desestructuran nuestra manera de comprender el mundo y las relaciones sociales, lo cual nos genera incertidumbre y desasosiego.

2. Aumenta la inseguridad personal. Cuando otra persona nos pasa por alto, dejamos de recibir una retroalimentación. Por tanto, no logramos comprender qué piensan de nosotros y tampoco sabemos cómo reaccionar. Debemos recordar que las relaciones interpersonales son como un refinado baile de movimientos en el cual nos vamos ajustando en dependencia de las respuestas del otro. Además, en la infancia, conformamos nuestra autoimagen en base a la imagen que los demás tienen de nosotros por lo que, si solo obtenemos como respuesta la indiferencia, es probable que nos sintamos muy inseguros.
3. Provoca una baja autoestima. En realidad, la indiferencia no es una ausencia de respuesta, la indiferencia también transmite un mensaje y este nos indica que somos "demasiado poco" como para generar una reacción intensa en los demás. Obviamente, cuando esta situación se repite a lo largo de los años, suele repercutir en nuestra autoestima, haciendo que nos menospreciemos.

4. Incrementa el nivel de ansiedad. Tener que descifrar en todo momento lo que la otra persona siente o piensa es muy estresante. Es mucho más fácil saber que una persona reacciona de manera agresiva ante determinados comportamientos y que brinda afecto en ciertas circunstancias. La indiferencia nos obliga a buscar continuamente respuestas y ese proceso puede ser muy agotador, mucho más que lidiar con alguien permanentemente enfadado o deprimido.

5. Potencia la sensación de soledad. La indiferencia es el vacío por lo que no es extraño que provoque una profunda sensación de soledad, sobre todo si esta proviene de figuras que deberían profesarnos cariño, como pueden ser los padres, los hijos o la pareja. Y la soledad es el preludio de múltiples problemas, tanto a nivel psicológico como físico.

¿Cómo lidiar con la indiferencia?
No podemos obligar a las personas a que nos traten de una manera diversa y abandonen su actitud indiferente. Sin embargo, cuando se trata de alguien realmente importante y significativo para nosotros, podemos esforzarnos por conocerle mejor y poner en práctica comportamientos que hagan resonancia con su sistema emocional.

En muchas ocasiones las personas que se muestran indiferentes lo hacen porque otras, a su vez, lo han hecho con ellas. La indiferencia es la única manera de relacionarse que conocen. Otras veces se comportan de esta manera porque temen implicarse demasiado emocionalmente y salir heridas. En ese caso, el secreto radica en demostrarles que eres una persona de fiar, que no les defraudarás.
Sin embargo, en algunos casos la mejor estrategia consiste en establecer una distancia de seguridad y rodearte de personas positivas que realmente te valoren por tus cualidades y te hagan sentir bien. Recuerda que no puedes elegir a tu familia, pero sí a tus amigos y, sobre todo, no olvides que solo tú tienes el poder para darles poder sobre ti.

22 julio 2019

TEORÍA DEL ETIQUETADO: ¿CÓMO LAS ETIQUETAS QUE PONEMOS CAMBIAN NUESTRA REALIDAD?


psicología / Desarrollo Personal                                                                            
TEORÍA DEL ETIQUETADO: ¿CÓMO LAS ETIQUETAS QUE PONEMOS CAMBIAN NUESTRA REALIDAD?
Sé curioso, no crítico”, escribió Walt Whitman. La vida no es ni buena ni mala. Donde algunos ven un problema, otros pueden encontrar una oportunidad. Cada vez que etiquetamos los eventos, los convertimos en buenos o malos. Cada vez que juzgamos lo que nos sucede, emprendemos una batalla contra la realidad en la que casi siempre tendremos las de perder.
Las etiquetas, ese mecanismo de reacción rudimentario con el que limitamos la realidad
Las etiquetas pueden llegar a ser tan útiles que nos resulta difícil escapar de ellas. En algunas situaciones nos facilitan la vida ya que se convierten en puntos cardinales, un sistema de orientación rápido que activa los mecanismos de respuesta que hemos aprendido sin tener que pensar demasiado. Son como un disparador simplificado que conecta una realidad compleja con una respuesta sencilla.
Nuestra profunda adhesión a las etiquetas proviene, en gran medida, de nuestra necesidad de sentirnos seguros y controlar nuestro entorno. Una etiqueta es una respuesta rápida que nos hace sentir que tenemos el control, aunque no sea más que una percepción ilusoria.
Si hemos etiquetado a una persona como “tóxica”, no necesitamos más, intentaremos mantenernos alejados de ella. Si hemos etiquetado una situación como “indeseable” haremos todo lo posible por escapar de ella. No necesitamos más.
El problema es que el mundo no es tan sencillo. Cada vez que colocamos una etiqueta estamos reduciendo la riqueza de aquello que etiquetamos. Cuando clasificamos los sucesos como “buenos” o “malos”, dejamos de percibir la imagen completa. Como dijera Søren Kierkegaard: “Cuando me etiquetas, me niegas”, porque cada vez que etiquetamos a alguien negamos su riqueza y complejidad.
La Teoría del Etiquetado: ¿Cómo las etiquetas que usamos dan forma a nuestra realidad?
Los psicólogos comenzaron a estudiar las etiquetas en la década de 1930, cuando el lingüista Benjamin Whorf propuso la hipótesis de la relatividad lingüística. Creía que las palabras que usamos para describir lo que vemos no son meras etiquetas, sino que terminan determinando lo que vemos.
Décadas más tarde, la psicóloga cognitiva Lera Boroditsky lo demostró con un experimento. Pidió a personas de lengua madre inglés o ruso que distinguieran entre dos tonos de azul muy similares, pero sutilmente diferentes. En inglés, existe solo una palabra para el color azul, pero los rusos dividen automáticamente el espectro de azul en azules más claros (goluboy) y azules más oscuros (siniy). Curiosamente, quienes hablaban ruso distinguieron más rápido la diferencia entre los dos tonos, mientras que a las personas que hablaban inglés les costaba mucho más.
Las etiquetas no solo dan forma más a nuestra percepción del color, sino que también cambian la manera en que percibimos situaciones más complejas. Un estudio clásico realizado en la Universidad de Princeton mostró el enorme alcance de las etiquetas.
Estos psicólogos mostraron a un grupo de personas un vídeo de una niña jugando en un barrio humilde de bajos ingresos y a otro grupo le mostraron a la misma niña, jugando de la misma manera, pero en un barrio de clase media-alta acomodada. En el vídeo también se hacían preguntas a la niña, algunas las respondía bien, en otras se equivocaba.
Darley y Gross descubrieron que las personas usaron la etiqueta de estatus socioeconómico un índice de la capacidad académica. Cuando la niña fue etiquetada como “clase media”, las personas creían que su desempeño cognitivo era mejor. Esto nos revela que una simple etiqueta, aparentemente inocua y objetiva, activa una serie de prejuicios o ideas preconcebidas que terminan determinando nuestra imagen de las personas o la realidad.
El problema va mucho más allá, las implicaciones del etiquetado son inmensas, como demostraron Robert Rosenthal y Lenore Jacobson. Estos psicólogos educativos comprobaron que si los profesores creen que un niño tiene menos capacidad intelectual – aunque no sea cierto – le trataran como tal y ese niño terminará obteniendo peores calificaciones, no porque carezca de las habilidades necesarias sino simplemente porque han recibido menos atención durante las clases. Es una profecía que se autocumple: cuando creemos que algo es real, podemos convertirlo en real con nuestras actitudes y comportamientos.
Nadie es inmune al influjo de las etiquetas. La teoría del etiquetado indica que nuestra identidad y comportamientos están determinados o influenciados por los términos que nosotros mismos o los demás utilizan para describirnos.
Las etiquetas dicen más de quien etiqueta, que de quien es etiquetado
Toni Morrison, la escritora estadounidense, ganadora de un Premio Pulitzer y Premio Nobel de Literatura, escribió: “Las definiciones pertenecen a los definidores, no a los definidos”. Cada etiqueta que colocamos, con el objetivo de limitar a los demás, en realidad restringe nuestro mundo. Cada etiqueta es la expresión de nuestra incapacidad para lidiar con la complejidad y la incertidumbre, con lo inesperado y lo ambivalente.
De hecho, solemos recurrir a las etiquetas cuando la realidad es tan compleja que nos desborda psicológicamente, o cuando no contamos con las herramientas cognitivas para valorar en su justa medida lo que está sucediendo.
Desde esta perspectiva, cada etiqueta es como un túnel que nos cierra la visión a una realidad más vasta, amplia y compleja. Y si no tenemos una perspectiva global de lo que está ocurriendo, no podremos responder de manera adaptativa. En ese momento dejamos de responder ante la realidad para comenzar a responder ante la imagen sesgada de la realidad que hemos construido en nuestra mente.
Las etiquetas flexibles disminuyen nuestro nivel de estrés
Usar términos fijos para describir a las personas o a nosotros mismos no solo es limitante, sino también estresante. Al contrario, pensar en la identidad de manera más flexible disminuirá nuestro nivel de estrés, como indicaron psicólogos de la Universidad de Texas.
El estudio, llevado a cabo con estudiantes, reveló que aquellos que creían que la personalidad podía cambiar, tanto la suya como la de los compañeros que etiquetaron, se estresaban menos en situaciones de exclusión social y, al final del año, se habían enfermado menos que las personas que solían aplicar etiquetas fijas.
Tener una visión más flexible del mundo nos permite adaptarnos con mayor facilidad a los cambios, de manera que nos estresaremos mucho menos. Además, comprender que todo puede cambiar – nosotros mismos o las personas – evitará que caigamos en los brazos del fatalismo, de manera que podremos desarrollar una visión más optimista de la vida.
¿Cómo escapar de las etiquetas?
Necesitamos recordar que “bueno” y “malo” son dos lados de una misma moneda. Hasta que no lo entendamos, nos quedaremos atrapados en el pensamiento dicotómico, víctimas de las etiquetas que nosotros mismos ponemos.
También necesitamos entender que, si alguien hace algo mal desde nuestro punto de vista, no significa que sea una mala persona, sino simplemente una persona que hizo algo que no se corresponde con nuestro sistema de valores.
Recordemos que “a veces es la gente de la que nadie espera nada, hace cosas que nadie puede imaginar”, como dijo Alan Turing. Porque a veces, solo debemos abrirnos a las experiencias, sin ideas preestablecidas, y dejar que esta nos sorprenda.

20 julio 2019

EL CONSEJO DE NIETZSCHE: QUE LA PRISA POR HACER, NO NOS IMPIDA SER


psicología desarrollo personal                                                                              
EL CONSEJO DE NIETZSCHE: QUE LA PRISA POR HACER, NO NOS IMPIDA SER
La gente vive para el presente, con mucha prisa y de una forma irresponsable: y a eso le llama ‘libertad’”, escribió Friedrich Nietzsche a finales del siglo XIX. Si el filósofo hubiera sido testigo de la prisa contemporánea probablemente habría dicho que estamos locos – a secas – y se hubiera retirado a vivir en el bosque, como Thoreau, para recuperar la necesaria calma que demandan la reflexión y la introspección.
Lo cierto es que la prisa se ha convertido en una condición sine qua non de la modernidad, de manera que nuestra vida suele transcurrir en un frenesí de actividades supuestamente imparables, ineludibles e inalienables. En ese mundo, la pausa es un lujo. Demorarse, una virtud perdida en los recovecos de la memoria. Y mientras centramos nuestra mirada en el hacer, nos olvidamos del ser.
La prisa nos aleja de nosotros mismos
La velocidad con que vivimos no es más que una ilusión sustentada en la creencia de que nos ahorra tiempo cuando en realidad la prisa y la rapidez lo aceleran. Vivimos en un estado perenne de “estimulación violenta y compleja de los sentidos, que nos hace progresivamente menos sensibles y, así, más necesitados de una estimulación aún más violenta. Anhelamos la distracción, un panorama de visiones, sonidos, emociones y excitaciones en el que debe amontonarse la mayor cantidad de cosas posible en el tiempo más breve posible […] Y a pesar de la tensión nerviosa, estamos convencidos de que el sueño es una pérdida de tiempo valioso y seguimos persiguiendo esas fantasías hasta altas horas de la noche”, escribió Alan Watts.
No nos percatamos que, mientras corremos de un lado a otro nos perdemos la vida. Así caemos en una contradicción: cuanto más pretendemos aferrar la vida a través de la aceleración, más se nos escapa. Víctimas de la prisa, no tenemos tiempo para mirar dentro, nos desdoblamos para funcionar en modo automático y poder con todo. Y esa forma de vivir se convierte en un hábito tan arraigado que no tardamos en desconectarnos de nuestro “yo”.
Nietzsche lo resumió magistralmente: “la prisa es universal porque todo el mundo está huyendo de sí mismo”. Cualquier intento de volver a reconectar, impulsado por la calma y la demora, nos atemoriza, por lo que buscamos refugio en la prisa, inventamos nuevas cosas que hacer, nuevos compromisos por cumplir, nuevos proyectos en los cuales enrolarnos, con la esperanza de que nos devuelvan al estado de sopor preconsciente, porque no sabemos qué vamos a encontrar en ese ejercicio de instrospección, no sabemos si la persona en la que nos hemos convertido nos gustará. Y eso asusta. Mucho.
La introspección exige demora
No es fácil desaprender algunos de los hábitos que hemos desarrollado. Víctimas de la impaciencia, consumidos por el incesante tic-tac del reloj, hemos aprendido a llenar nuestra agenda y sentirnos orgullosos de ello. Condensamos experiencias en el menor tiempo posible para hacer más, como si la vida se resumiera a una competición en la que gana quien complete más tareas.
Sin embargo, si nos detenemos apenas un segundo y lo pensamos bien, la prisa en la que vivimos no responde casi nunca a cosas realmente importantes y urgentes, sino que se debe a los requerimientos de un modo de vida que intenta por todos los medios mantenernos distraídos y ocupados la mayor cantidad de tiempo posible. La prisa actual consiste en llenarnos la vida con actividades febriles y velocidad, de manera que no quede tiempo para afrontar las verdaderas cuestiones, lo esencial.
¿Cuál es el antídoto?
Nietzsche, quien llegó a calificar la prisa como “indecorosa”, señaló los pilares imprescindibles para sentar las bases que nos permitan vivir de manera más calmada y plena, convirtiendo la propia vida en una obra de arte que se disfruta con esmero y lentitud.
En “El crepúsculo de los ídolos” señaló: “ Se ha de aprender a ver y se ha de aprender a pensar […] Aprender a ver implica habituar el ojo a la calma, a la paciencia, a dejar que las cosas se nos acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a abarcar el caso particular desde todos los lados”.
Nietzsche explicaba que debemos aprender a “no responder inmediatamente a un estímulo, sino a controlar los instintos que ponen trabas, que nos aíslan”, ser capaces de aplazar las decisiones y acciones. En el extremo contrario ubicaba a quienes eran incapaces de oponer resistencia a un estímulo, aquellos que reaccionaban y seguían los impulsos, considerando que esa prisa por responder “es un síntoma de enfermedad, decadencia y agotamiento”. 
Con estas líneas Nietzsche nos invita a hacer las necesarias pausas para reflexionar, de manera sosegada, permitiendo que la realidad se desvele poco a poco, siendo conscientes de que la razón exige demoramientras que la prisa funciona a base de prejuicios e ideas preconcebidas.
Aunque el pensamiento rápido puede ser adaptativo en ciertas circunstancias, la falta de reflexión y de sosiego nos aboca a la irracionalidad y a las malas decisiones. Precisamente por ello, la lentitud puede llegar a ser tremendamente subversiva en el mundo actual: necesitamos ir más despacio para poder vivir, para poder pensar, para poder decidir por nosotros mismos qué queremos – y qué no queremos.
Es en esos instantes de calma y paciencia es cuando emerge el sentido de la vida. Ese “dejar que las cosas se nos acerquen” al que se refiere Nietzsche es un intervalo de tiempo precioso entre el hecho y nuestra reacción, entre el pensamiento y el acto, una especie de “vacío” que puede llenarse inesperadamente con la existencia plena. Así, y solo así, podremos hacer las paces con nosotros mismos. Aprenderemos a disfrutar de la compañía de ese “yo” que habíamos descuidado y ya no tendremos la necesidad de huir de nosotros mismos.
Fuente: Nietzsche, F. (2001) El crepúsculo de los ídolos. Madrid: Alianza Editorial.

19 julio 2019

LA LEY DEL DESAPEGO

Psicología/Desarrollo Personal
LA LEY DEL DESAPEGO:
“El mundo está lleno de sufrimientos; la raíz del sufrimiento es el apego; la supresión del sufrimiento es la eliminación del apego”. Buda
Un turista americano fue a El Cairo, con el único objetivo de visitar a un famoso sabio. El turista se sorprendió al ver que el sabio vivía en un cuarto muy simple y lleno de libros. Las únicas piezas de mobiliario eran una cama, una mesa y un banco.
- ¿Dónde están sus muebles? – preguntó el turista. 
Y el sabio también preguntó: - ¿Y dónde están los suyos? 
- ¿Los míos? – se sorprendió el turista - ¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso! 
- Yo también… – concluyó el sabio.
Esta fábula representa a la perfección uno de los pilares del budismo, filosofía de la cual ha bebido en los últimos tiempos la Psicología: el desapego, que se convierte en una de las principales vías para alcanzar la tranquilidad espiritual, el bienestar y la felicidad. No obstante, también es uno de los mandamientos más difíciles de seguir.
El apego es una expresión de inseguridad
La ley del desapego nos indica que debemos renunciar a nuestro apego a las cosas, lo cual no significa que renunciemos a nuestras metas, no renunciamos a la intención sino más bien al interés por el resultado. A primera vista, puede parecer una nimiedad o un cambio insustancial, pero en realidad, se trata de una transformación colosal en nuestra forma de comprender el mundo y en nuestra manera de vivir.
De hecho, en el mismo momento en que renunciamos al interés por el resultado, nos desligamos del deseo, que a menudo confundimos con la necesidad y que nos conduce a perseguir metas que realmente no nos satisfacen. En ese momento, adoptamos una actitud más relajada y, a pesar de que puede parecer un contrasentido, nos resulta más fácil conseguir lo que deseamos. Esto se debe a que el desapego sienta sus bases en la confianza en nuestras potencialidades, mientras que el apego se basa en el miedo a la pérdida y la inseguridad.
Cuando nos sentimos inseguros, nos apegamos a las cosas, a las relaciones o a las personas. Sin embargo, lo curioso es que mientras más desarrollamos ese apego, más se acrecienta nuestro miedo a la pérdida. Ese miedo no solo afecta nuestra estabilidad emocional, sino que también nos puede llevar a crear patrones de comportamiento disfuncionales. 
Por ejemplo, podemos desarrollar un apego enfermizo a las cosas, como las personas que no pueden vivir sin su smartphone e incluso sufren alucinaciones auditivas provocadas por el hábito de estar siempre pendientes de la próxima llamada o mensaje. Por supuesto, también podemos caer en patrones relacionales dañinos, que ahoguen a la persona que amamos y terminen dañando profundamente la relación o incluso rompiéndola. 
Sin embargo, el desapego predica otra forma de relacionarse, implica no depender de lo que tenemos o de esa persona con la cual hemos establecido vínculos afectivos. Es importante comprender que el desapego no significa no amar, sino ser autónomos, liberarnos del miedo a la pérdida para comenzar a disfrutar realmente de lo que tenemos o de la persona que amamos. El desapego no significa dejar de disfrutar y experimentar placer sino todo lo contrario, comenzar a vivir de forma más plena, porque nuestras experiencias dejan de estar ensombrecidas por el temor a la pérdida.
La incertidumbre como camino
El apego es el producto de una conciencia de pobreza, que se centra en los símbolos. De hecho, para el budismo, la vivienda, la ropa, los coches y los objetos en sentido general, son símbolos transitorios, que vienen y van. Perseguir esos símbolos equivale a esforzarse por atesorar el mapa, pero no implica disfrutar del territorio. Por eso, terminamos sintiéndonos vacíos por dentro. En práctica, cambiamos nuestro “yo” por los símbolos de ese “yo”.
¿Por qué perseguimos esos símbolos? Básicamente, porque nos han hecho pensar que en las posesiones materiales radica la seguridad. Pensamos que al tener una casa y ganar mucho dinero, nos sentiremos seguros. De hecho, hay quienes piensan: “Me sentiré seguro cuando tenga X cantidad de dinero. Entonces seré libre económicamente y podré hacer lo que me gusta”. Sin embargo, lo curioso es que, en muchos casos, mientras más dinero se posee, más inseguras se sienten las personas.
El problema radica en que identificar la seguridad con las posesiones no es más que una señal de inseguridad y, obviamente, la tranquilidad que pueden brindar es efímera. Quienes buscan la seguridad, la persiguen durante toda su vida, sin llegar a encontrarla.
Esto se debe a que buscar la seguridad y la certeza no es más que un apego a lo conocido, un apego al pasado. Lo conocido es simplemente una prisión construida a partir del condicionamiento anterior. No prevé la evolución, y cuando no hay cambios, simplemente aparece el caos, el estancamiento y la decadencia.
Al contrario, es necesario afianzarse en la incertidumbre. Esta es terreno fértil para la creatividad y la libertad ya que implica entrar en lo desconocido, un gran abanico de posibilidades donde todo es nuevo. Sin la incertidumbre, la vida es tan solo una repetición de los recuerdos, de las experiencias que ya hemos vivido. Por tanto, nos convertimos en víctimas del pasado.
Cuando renunciamos al apego a lo conocido, podemos adentrarnos en lo desconocido, abrazar la incertidumbre y abrirnos a nuevas experiencias que alimentan nuestras ganas de vivir y nos convierten en personas más felices.
Los problemas como oportunidades
La ley del desapego no nos indica que no debemos tener metas. Cuando abrazamos el desapego no nos convertimos en hojas movidas por el viento. De hecho, en el budismo las metas son importantes para marcar la dirección en la que caminaremos. Sin embargo, lo interesante es que entre el punto A y el punto B, existe incertidumbre, lo cual significa un universo prácticamente infinito de posibilidades. Así, para alcanzar nuestro objetivo, podemos seguir diferentes caminos y cambiar la dirección cuando lo deseemos
Esta manera de comprender la vida nos reporta otra ventaja: no forzar las soluciones a los problemas y mantenernos atentos a las oportunidades. Cuando ponemos en práctica el verdadero desapego, no nos sentimos obligados a forzar las soluciones de los problemas, sino que somos pacientes y esperamos y, mientras lo hacemos, encontramos las oportunidades. 
De hecho, según el budismo, cada problema encierra una oportunidad que conlleva a su vez algún beneficio. Lo que sucede es que, con la mentalidad del apego, nos asustamos e intentamos forzar la solución, de manera que la mayoría de las veces solo nos centramos en la parte negativa del problema y desaprovechamos la oportunidad que esta encierra.
Sin embargo, cuando creemos que cada problema contiene la semilla de la oportunidad, nos abrimos a una gama mucho más amplia de oportunidades. De esta forma, no solo sufriremos mucho menos en la adversidad, sino que encontraremos más rápido la solución y esta nos permitirá crecer como personas.
Recuerda que: “Todas las cosas a las que te apegas, y sin las que estás convencido que no puedes ser feliz, son simplemente tus motivos de angustia. Lo que te hace feliz no es la situación que te rodea, sino los pensamientos que hay en tu mente…

Como colofón, te invito a 
leer estas frases budistas, una sabiduría ancestral que puedes poner en práctica para mejorar tu día a día y lograr un estado de plenitud.